La burocracia postsoviética


Bakú, Azerbaiyán, 3 de septiembre de 2015

Dudo de que los trajines burocráticos que exigen visitar los países de Centro Asia puedan tener algún interés para quien se acerca a este blog, pero acaso sirva para hacerse una idea de cómo en esta parte del mundo funcionan algunas cosas. Ya en Batumi, cuando fuimos a solicitar el visado de Azerbaiyán, nos sorprendió que un consulado consistiera en una tórrida habitación de no más de cinco o seis metros cuadrados ocupada por un cónsul que de las dos horas de horario de atención al público pasaba una hora y tres cuartos tomando cerveza en el bar de la esquina. Las dos veces que estuvimos allí nos hicieron esperar una hora, justo hasta el momento en que veíamos salir al cónsul del bar. En Bakú las cosas fueron diferentes. Llegamos a la embajada de Tajikistan en un día que no atendían al público y casi nos dábamos ya media vuelta para marcharnos cuando el poli de la puerta nos detuvo, tomó el teléfono, hizo una llamada y diez minutos más tarde el embajador en persona salía a la puerta de la embajada para recibirnos con un cordial apretón de manos. Un hombre bajito y tímido nos cedía amablemente el paso hasta un sobrio despacho presidido por los retratos de un poeta del siglo XV y el del actual presidente de gobierno. Lo primero que nos preguntó el embajador fue que si éramos ciclistas, algo que puede extrañar a alguno pero que resulta lógico para un país alejado del turismo que parece ser atravesado casi exclusivamente por curtidos viajeros. De hecho dos días después, en la embajada de Uzbekistán, charlamos largo y tendido con una pareja de ingleses , que habían partido hace más de un año de Londres en bicicleta y que planeaban llegar a Pekin para el invierno atravesando por la más agresivas de las rutas, el Pamir y las montañas aledañas del Himalaya en Kirguistán y Pakistán. Charlamos durante más de una hora con ellos, encontrarse con una pareja de barbados aventureros que vivían con un presupuesto diario de cinco dólares por cabeza y pedaleando a través de desiertos y cordilleras era un hallazgo que me dejaba el corazón contento, esa empatía que uno siente cuando se tropieza con un animal raro pero que pertenece a tu misma especie. Entre otros detalles del viaje no podía dejar de preguntarles sobre un asunto nada baladí, por cómo se las apañaban para convivir durante tantísimo tiempo y llevarse medianamente bien. Ambos sonrieron perfectamente sabedores de esa realidad que como espada de Damocles pende sobre nosotros cuando nos vemos obligados a una prolongada y estrecha convivencia que no es posible eludir por las características de la situación. No poder despegarse uno del otro más que unos pocos metros durante más de un año y tener una buena convivencia me parece casi una heroicidad. Nos contaba uno de ellos que conocen el caso de dos viajeros que durante un largo viaje terminaron salvando las diferencias a puñetazos con el resultado de una nariz rota y una definitiva separación.

Estaba contando del embajador de Tajikistan. Nos pilló con el pie cambiado tan inesperado recibimiento, pensar que iba a salir la burocracia postsoviética de debajo de la mesa a registrarnos y pedirnos el santo y seña de nuestro recorrido y encontrarnos tranquilamente hablando de Granada, una ciudad que el embajador querría visitar en el futuro, era toda una sorpresa. Dos días después estábamos en las dependencias de la otra embajada, la de Uzbekistán. Nos hicieron esperar un rato, pero el hombre que nos atendió, sentado a lo lejos tras una mesa de despacho que nada tenía que envidiar a la del señor Obama, hombre de edad avanzada y de corta estatura que miraba a través de unos ojillos de apacible bonhomía, tampoco resultó salido de las crueles huestes de Stalin; un hombre sencillo cuyo hijo había trabajado en Barcelona y que estaba deseando marcharse a su casa pero que nos atendió cortésmente invitándonos a visitar cierta parte de su país de la que desconocíamos su existencia. No paguen todavía en el banco el importe del visado, nos dijo, les llamo yo por teléfono cuando todo esté listo. Una semana más o menos, un tiempo que emplearemos para visitar el norte montañoso del país, todavía montañas de más de cuatro mil metros.

Dejo a las fotografías de más abajo el trabajo de añadir algún dato más a esta crónica, la Ciudad Vieja, el edificio más emblemático de la ciudad, que se eleva al cielo como grandes llamas, el paseo marítimo, algún que otro rincón por donde hacemos paseado estos días.