Yerevan, Armenia, 23 de agosto de 2015
Atravesábamos un pequeño paseo en lo alto de la ciudad cuando el lamento del canto de una mujer empezó a entremezclarse con el canto de los pájaros, sólo un susurro, estirado, doliente, como el canto a un difunto, a un amor definitivamente perdido. Recordé por un momento el lamento de Dido por la partida de Eneas, de Purcell. El amor y la muerte se enredaba entre las ramas de los árboles como una brisa que viniera de un siglo atrás. Estábamos en el complejo del Genocidio Armenio. Desde lo alto de la colina una ancha avenida conducía al Memorial. Los lamentos se hicieron más ostensible, pero no mucho, lo suficiente para acompañar al clima que rondaba los alrededores del memorial discretamente, recordando con el lamento de aquella voz el exterminio de una nación. En el centro de un gran anillo de piedra basaltica ardía el fuego no extinto de la memoria rodeado de flores. Algunos visitantes meditaban discretamente apartados en unas gradas con los ojos fijos en el pasado. Una honda emoción corría por mi ánimo. Otras imágenes de otros viajes se engastaban en la brisa de la mañana, otros horrores, otros dolores: los campos de exterminio nazi de Polonia, el museo del Apartheid en Johannesburgo, los campos de Camboya donde dos millones de muertos gritaban desde los arrozales cierto día en que me dirigía a las ruinas de Angkor. Un manojo de claveles rodeaban las llamas del Memorial. Los visitantes se persignaban, hablaban en débiles susurro. Una anciana gruesa y alta caminaba apesadumbrada de la mano de su nieta, una espigada adolescente. El recuerdo de las torturas, las violaciones, los ahorcamiento, las muertes por inanición, los fusilamientos llevados a cabo por el ejército turco, cuya consigna era exterminar y hacer desaparecer de la faz de la Tierra todo un pueblo, vibraba en el aire. El Memorial rememora la extinción de la tercera parte de un pueblo milenario. Los lamentos, acaso de una madre, una esposa, una hermana, una amante adensaban el aire de la mañana.
Una anciana recogía cualquier cosa que hubiera en el suelo que pudiera mancillar la limpieza y el orden religioso del lugar, arrancaba hierbas, dejaba impoluto el césped y la piedra gris claro que en un lateral se elevaba en forma de elegante pirámide hacia el cielo.
En el museo del Genocidio con sus largas galerías parcialmente bajo tierra y su diseño austero, sumido en las medias luces propias de un templo, se respira un aire de recogimiento e incredulidad ante la magnitud que puede alcanzar la crueldad humana.
De todos modo, como en Austwich, como en el museo del Apartheid en Sudáfrica, hay algo más allá de la muestra que conmueve hasta humedecer los ojos. Son los rostros de la resistencia, de todos aquellos que se jugaron la vida resistiendo, denunciando, dando a conocer al mundo las atrocidades que se estaban produciendo. Recuerdo perfectamente muchos de los rostros, prisioneros vestidos con su traje de anchas rayas verticales que fueron capaces de llevar fuera de los campos de exterminio alemanes las noticias de lo que allí sucedía; los rostros que sufrieron cárcel o murieron en la lucha por la libertad al sur del continente africano. También la resistencia Armenia tuvo sus héroes y sus mentores, algunos europeos que denunciaron ante la comunidad internacional las atrocidades de los turcos. Mirar los rostros de esta gente me emociona. Me encuentro con un nombre conocido, Nansen, que identifico por sus sus intentos de llegar al Polo Norte hacia el final del siglo XIX; con Johannes Kepsius, un alemán que empleo gran parte de su vida en parar la matanza; fueron muchos los que no escondieron su voluntad tras la indiferencia. En esta situación es notorio que España todavía no haya reconocido el genocidio armenio.
Cuando un centenar de metros más allá del museo tomamos un taxi, todavía oíamos entre las ramas de los árboles el lamento de aquella voz femenina que como un desgarro lejano iba de un lado para otro de la colina recordando hechos de un siglo atrás.