Llámalo amor


Diyarbakir, Turquía, 1 de agosto de 2015

Sábado temprano, una mañana de agosto en un hotel del lejano Diyarbakir en que me despierto pensado en una película que vimos ayer noche, La herida, de Fernando Franco; acaso rodeado de pequeños detalles insustanciales que por las circunstancias que sean acarician la epidermis de mi sensibilidad y hacen que abrir los ojos a la mañana y estar sentado en la cama como un buda frente al amanecer se conviertan en un acto significativo. Lo significativo es un bien escaso, así que cuando la sensibilidad sospecha que has empezado a estar dentro de uno de ellos es mejor parar los motores y tratar de abrir los poros de la piel para abrirse a la fuerza del momento. Es una sensación que empecé a notar ya ayer noche mientras veía la película. Había allí un componente que guardaba cierta relación con alguna oscura experiencia personal y que secuencia tras secuencia avivaba mi necesidad de parar la película para tratar de que aquello que ésta había suscitado se expandiera con fuerza por los rincones de mi cuerpo. En una ocasión había emprendido un largo viaje a Asia por una motivación ajena a la aventura o al deseo de conocer mundo: huía de una relación sentimental que me agobiaba; corría entonces el peligro de que mi sistema nervioso me dejara arrumbado y hecho un pingajo y no se me ocurrió otra cosa que poner tierra por medio marchándome de excursión al otro lado del planeta. Un acto ingenuo en todo caso, porque nada más aterrizar en Filipinas, ya algún email, que yo leía con ansiedad, me confirmaba que la huida era imposible. Aquella mujer, como la protagonista de La herida, llena de un odio-amor propio de las grandes tragedias  atizaba mi fuego interno con parecidas armas a las que yo había recurrido anteriormente; el desgarro, la desazón y una inquietud enquistada en el cuerpo como una tenia me quitaban la tranquilidad.

La protagonista de ayer mascullaba desde el comienzo de la pelicula un azaroso discurso interior que se expresaba dejando su cuerpo llagado con cortes de cuchillas de afeitar y marcas de fuego provocadas por un cigarrillo encendido. Mientras seguía la película en la oscuridad de la habitación con la tablet sobre el regazo otra historia paralela empezó a llamar mi atención pidiéndome que le dejara un espacio para la reflexión en mi ánimo. Este es el espacio. Los sentimientos primarios luchando a brazo partido al borde de un abismo y nuestra, mi incapacidad, para asumir la grandeza, la profundidad, el dolor, de esa fuerza arrasadora, llámalo amor, que, irrumpiendo en la mediocridad de un escenario vital no logra hacerse creíble del todo. Nuestro cuerpo se agita, perdemos la moderación, no pensaremos durante el día y la noche en otra cosa que no sea la persona que irrumpió en ti y que llamarás amada o amante, pero sin embargo llegados por algún extraviado camino a la separación llegarás a olvidar su fuerza abismal y te marcharás al otro lado del mundo para profundizar en el olvido creyendo así poder desarraigar de cuajo, acto imposible sin que las vísceras fueran arrancadas con ellas, las penas del amor. Para al fin descubrir, hoy, años después, lejos ya del tiempo de los hechos, que acaso era verdad aquello que ella confusamente escribió sobre su cobardía a morir sustituida por un simulacro de tragedia. Acaso era verdad. Esa sospecha que, trascendiendo la mediocridad, porque es imposible aceptar la pasión en toda su voraz dimensión, pregunta por nuestra capacidad para vivir más allá de los márgenes de lo auténtico. Porque nuestro inconsciente, incapaz de asumir la realidad en toda su dimensión, bañado en una mediocridad tibia y adormecedora se refugia, pretende hacerlo, en la superficialidad de una confortable y alienada cotidianidad que no admite en su interioridad los grandes flujos que las pasiones ponen en circulacion. La literatura y la música resucitan en sus mejores momentos estas grandes pasiones, pero tendemos a considerar aquello, tan pobre es la expectativa que guarda uno de sí mismo, como propio de seres de otro planeta. De manera que cuando el céfiro del amor con la suavidad de su roce de ala de paloma nos toca, primero quedamos un poco perplejos y después determinamos que aquello es un espejismo. Dos mundos cuya síntesis quizás necesite de los años de una vida para ser resuelta. No es tan sencillo separar lo que en uno es auténtico y mueve las fibras íntimas del ser, de aquello otro que confundimos con lo que usualmente llamamos amor. Nuestro ser corriente y ramplón no suele creerse hasta dónde la pasión puede llegar.

Cuando en la noche viajera se apagan las luces de la habitación y la táblet se ilumina como antaño lo hiciera una pantalla de la lejana infancia, a veces todavía es posible sentir esa magia que nace en el centro de la oscuridad. Ese afán por revivir lo bien vivido, sea cual sea el asunto de que se trata. Las luces se apagan y el rugido del león de la Metro Golden Mayer recorre la sala sumergiendónos en el misterio de una selva, los encantos de un harén, los tigres de Bengala, los trabajos de Espartaco o la solemnidad de un Moisés atravesando el mar Rojo a pie enjuto. Las cortinas de la habitación, las camas, el frigorífico, todo ha desaparecido sustituido por el rostro angustiado de una mujer que espera una llamada de teléfono. Ahora nuestra atención ha sufrido un repentino cambio y su objeto es una mujer acuciado por un gran problema. ¡Qué maravillosa capacidad la del cine para sustituir la realidad presente por otra realidad que momentos antes nos era ajena! Y cómo el cine, como los buenos libros, nos llevan de acá para allá del tiempo y del espacio, de un conflicto sentimental a una sosegada aventura o nos interroga, como fue mi caso, sobre alguna cuestión vital. Ha transcurrido una hora y media y la protagonista no encuentra sosiego, la película transcurre en un estrecho corredor sin salida. La última secuencia es terrible, no hay solución posible, ella se ha comprado un coche, conduce hacia las montañas, pasea por la nieve, pero todos sigue igual, un largo primer plano fijo muestra en su rostro el tránsito de sus cavilaciones, la angustia se dibuja en su cara, al fondo las laderas nevadas pasan intemporales, las lágrimas brotan de sus ojos. No hay esperanza posible.