Viajeros


Kyrenia, Chipre - Tasucu, Turquía, 21 de julio de 2015

No tengo más remedio que hacer una puntualización sobre Nicosia Norte de la que hablaba días atrás en este blog. Debía de haber concretado que me refería a Old Nicosia, la que queda dentro de los antiguos muros. La Nicosia de más allá de la muralla es una ciudad moderna y bien pertrechada que nada tiene que ver con lo que afirmaba yo en el último post.

La línea de las montañas que cruza Chipre de parte a parte se diluye poco a poco rodeada de calor en la línea del horizonte. Definitivamente abandonamos Europa. Entre ayer y hoy terminé con La Iliada y con el libro de Durrell; esta noche, si tenemos ganas y tiempo veremos Yol, una película turca de la que conservo sólo algunos detalles después de décadas, la fuerza de una pasión, la vastedad y desolación de los paisajes de Anatolia. Anoche creí que está película podría servirme para tomar contacto con el mundo otomano. Todavía seguiré por unos días los rastros del Imperio Bizantino, pero lo que realmente deseo es bañarme en la cotidianidad de este país que ya hemos empezado a vislumbrar en el norte de Chipre. Nuestra experiencia de Turquía, dos veranos de cruzarla de parte a parte en la furgoneta familiar más un viaje en moto desde Madrid a los veinte años, me temo que no van a servir de mucho para reconocer a la Turquía de hoy. Sólo un presentimiento. La vida cambia que es una barbaridad, eso, o algo parecido, que se cantaba en La verbena de la Paloma.

Habla Durrell de esas cosas que el escritor lleva consigo como talismanes, para recordar las experiencias perdidas que algún día tendrá que volver a evocar y remodelar con palabras. Y se refiere específicamente a objetos y recuerdos que su amiga Mary, una incurable viajera, ha ido colectando de aquí y allá en sus viajes para vestir su casa con las huellas de su paso por el mundo. No estoy muy de acuerdo con Durrell en este asunto. La referencia de viajero típico de Durrell parece basarse en el modelo victoriano de una época en que la nobleza y la alta burguesía inglesa, gozando de la facilidad del extenso Imperio Británico de la época, recorrían el mundo como quien se mueve entre Londres y Escocia sobre una alfombra que las fortunas de unos y otros tendían a lo largo y ancho del mundo haciendo de éste un club de gente en donde era posible tener de continuo noticias de amigos comunes. Eran viajeros un tanto especiales a los que difícilmente se les podía atribuir aventuras extraordinarias. Nada que ver, por supuesto con aquellos aventureros como Livingston o Stanley aunque estos también dispusieran de medios importantes. Los viajeros de la novela de Durrell van de acá para allá, tienen casas en medio mundo y cada vez que dejan un país acarrean con ellos obras de arte y trofeos que son inimaginables en un viajero moderno.

Los viajeros de nuestros días, los trotamundos, son en general gente corriente que viaja siempre al límite de un reducido presupuesto, gente que igual puedes encontrártela pernoctando en una playa de Niza, en el puente Vechio de Florencia u hospedándose en casa de algún gurú en la India. Gente anónima que se puso el mundo por montera y que nunca va a tener dinero para comprarse nada de eso que exhibían las casas de los viajeros de la era victoriana. También es cierto que materialmente es algo imposible de llevar a cabo y ello contando con que la mochila de esta gente no admite más utillaje que un saco de dormir y unos cuantos libros. Inútil pensar en llevar de regreso a casa una alfombra persa o un colmillo de elefante. Esos viajeros con los cuales de vez en cuando nos tropezamos, con los que coincides en una casa de huéspedes en el Kurdistán y que tienen proyectado llegar en bici a celebrar las Navidades en Sydney o en Nueva Zelanda van siempre ligeros de equipaje, no pertenecen a ningún imperio y cuando llegan a su casa lo único que pueden exhibir es un pasaporte deteriorado por el sudor rebosante de sellos. Los trofeos, esos que exhibía la nobleza inglesa en pasados siglos, son de índole íntima y personal; el polvo de los caminos, los miles de rostros con los que se cruzaron, los conocimientos que adquirieron, las lenguas que intentaron balbucir frente a la hospitalidad con que tantas veces convivieron yacen como un tesoro entre los pliegues del alma y lo que para los otros viajeros eran como trofeos de caza para ellos es la exaltación de la poesía de la vida, la conciencia y el gozo de haber vivido una extraordinaria experiencia de comunión con el mundo.

Acaso, no obstante, sí pueda tener razón Durrell en alguna experiencia puntual. Cuando el autor visita la casa de su amiga Mary y allí va enumerando algunos de los objetos, escribe: "...esa bailarina de Balí repite el eco del pasado con toda la fidelidad de un caracol marino llevado al oído..." Y ahí recordaba yo un corto viaje por el sudeste asiático en que a última hora, después de visitar las ruinas de Angkor no pude resistirme a comprar un buda y una bailarina (asahara) de madera de los que me había enamorado durante mi visita a la ciudad. Desde ese día dos grandes paquetes de más de medio metro de alto me acompañaron junto a mi mochila de viajero. Atravesé algún centenar de kilómetros de pistas embarradas cargado con mis tesoros. En algún lugar un puente había sido arrasado por la corriente del río y el microbus no pudo continuar. Tuve que buscar ayuda para trepar por las empalizadas y andamios de un improvisado puente que se estaba construyendo, para salvar una parte de la achocolatada corriente del río y al final alcanzar después de una corta marcha un todoterreno en cuya caja trasera viajábamos representantes de todo el mundo. Mis paquetes, la asahara y el buda, fueron tratados por los pasajeros como si de copas de cristal se tratara. Hasta el personal de la frontera entre Camboya y Tailandia se apiadó de mí abrumado como me vieron con semejante carga. Fue toda una aventura aquello, pero ahora tengo a diario mi compensación. El buda y la asahara fueron los elementos que dieron vida a la decoración de la habitación abandonada por mi hija que recién había decidido hacerse autónoma para vivir con su chico. Aquella habitación se convirtió en un rincón de Oriente, madera, cañas de bambú, un ventilador como los que me refrigeraban en Camboya y, para rematarlo, una pequeña fuente que construí en torno a un bonsay, un olmo como retorcido por los temporales, amén de grandes plantas tropicales trepando por las paredes y entre las cuales una enorme maranta siempre me produjo la sensación de estar entre los grandes ficus que atenazan las ruinas de Angkor.