Kalambaka - Atenas, 26 de junio
En las últimas páginas del libro de Knausgar, Un hombre enamorado, casi podría decir que al fin me libro de él, el autor relata lo que pensó su madre mientras sufría un paro cardíaco tumbada en plena calle: "Me contó que allí tumbada, convencida de que iba a morir, que todo había terminado, pensó que había tenido una vida fantástica." Que te estés muriendo y que en ese preciso momento te asalte un pensamiento así debe de ser una de las mejores consecuencias de una vida bien llevada, como si de una obra de arte se tratara; mirar en esos momentos tu propia vida y sentirla tan fantástica es lo mejor que te puede suceder en el instante de la muerte. Hay quien trata de desterrar de sus pensamientos el hecho de morir porque a duras penas llega a entender que ese momento tan significativo y tan personal debería ser el privilegiado lugar, la cumbre, no precisamente deseada, desde la que veremos con orgullo o no los trabajos de toda nuestra vida, vida intensa, vida anodina, vida pichí pichá, vida fantástica, vida túnel oscuro y sombrío, vida generosa, vida triste, vida luminosa... Recuerdo con cuánto empeño una antigua amiga eludía siempre hablar de la muerte, bastaba que la conversación rozara lejanamente el asunto para que frunciera el ceño y me obligara a cambiar de tema. Para ella conversar era rodear de continuo el dolor, su único empeño en la vida era "ser feliz". Cualquier cosa le bastaba, fuera lo que fuera, si aquello le hacía feliz. Discutíamos con cierta frecuencia sobre este modo de ver la vida en donde no parecía haber pasiones especiales, ni aficiones que de por sí la atrajeran; esta mujer había descubierto que la felicidad era su meta y a ello se aplicaba sin darse cuenta de que su concepto de felicidad iba anexado frecuentemente a equívocos conceptos económicos y sociales acuñados en rancios rincones de una clase acomodada, lo que equivalía a confundir, como decía aquél, el culo con las temporas, una vida social acomodada y de prestigio y una abundante cuenta corriente con los sentimientos y las sensaciones más genuinamente humanas. Encontrarse como la madre de Knausgar tirada en la calle con un infarto de miocardio al borde de la muerte con esa sensación de vida fantástica es la mejor despedida que puede tener uno de su propia vida. Aspirar a morirse uno lúcido y con su propia vida desfilando por el fondo de sus ojos con placentera satisfacción, con ese "confieso que he vivido" , como canta Neruda, acorde con el propio ser interior, eso sí que debería ser uno de los objetivos importantes de la vida. Aprender a morir, a marcharse de este mundo sin aspavientos y sin penas... una lección que uno trata de aprender durante toda la existencia y que poco a poco va notando su lenta asimilación.
El candencioso trak trak trak de los trenes de otras épocas acompaña nuestra mañana temprana de viajeros. Un tren sin prisas y como fuera del tiempo atraviesa ahora Grecia de norte a sur camino del mar. Demasiado temprano para mi gusto, pero así son los horarios de tercos, hasta el punto de obligarnos a levantarnos a las cuatro y media de la madrugada para tomar el tren. Que no digan que la vida de viajero es cómoda y una balsa de aceite. Ayer madrugón para caminar, hoy madrugón para tomar el tren.
¿Por qué habríamos de mirar con tanto afligido dolor la muerte? Unas horas después en el Museo Arqueológico Nacional contemplando los bajorrelieves de las estelas funerarias volvía a encontrarme con el asunto del que empecé a hablar por la mañana. Aunque la adultez y el dolor en la representación de estas circunstancias sean universales en todas las culturas, no por ello deja de ser curioso que una cosa tan natural y universal venga a levantar tanto revuelo, tanto como para negar la muerte e inventar durante milenios religiones, dioses y argumentos con que ingenuamente eludirla.
De todos modos nada más lejos de todo esto que comentaba en el primer párrafo que toda esa manifestación marmórea de las estelas funerarias que encontraríamos en el Museo Arqueológico Nacional de Atenas, composiciones todas ellas que a modo de las suntuarias tumbas que levantaron durante siglos los representantes de la élite del poder y del dinero, una fastuosidad, como la tumba de Julio II, que sólo queda para seguir alimentando una trufada eternidad que querría replicar su poder en el otro mundo a toda costa. Hay una distancia radical entre la muerte personal y toda aquella parafernalia que deudos y allegados levantan para "perpetuar" la memoria de alguien, siempre vanagloria de los que no pudiendo perpetuar sus privilegios en el Hades pretenden el simulacro de una perpetuación imposible en un cielo de caramelo.
Lo que queda de una vida, lo encontraríamos en el museo unas salas más allá, es decir los huesos de un borrachuzo acompañados por los envases vacíos de las litronas que consumió una noche de farra. Borracho perdido debió de palmarla el sujeto que he fotografiado para vosotros más abajo ;-).
Que la muerte nos hiciera reír, o al menos que alentara nuestro buen humor seguro que sería un buen síntoma de salud mental. En un mundo en donde tendemos al catastrofismo y a hilar un entorno de exagerada seguridad a nuestro alrededor no le vendría mal comprender que no pasa absolutamente nada cuando uno se muere; que cuando uno se muere lo único que sucede es que te duermes y ya no te despiertas, una experiencia que podemos experimentar miles de veces. Y si mañana no te despiertas ¿qué? Pues nada, que el sol seguiría saliendo cada mañana y los gorrones y gorronas, perdón, gorriones, seguirán gorroneando; como mucho tu gato o tu perro y algún que otro allegado lo sentiría un poquito más. Con un poco suerte lo mismo tus cenizas servían para abonar los geranios de las ventanas de tu casa, una de las cosas más útiles y bonitas que nuestro precioso cuerpo, nuestra preciosa vida, puede hacer por la vida que dejamos a nuestras espaldas: servir de abono a los geranios.
Dejo aquí un mensaje subliminal a mis hijos por si todavía no se han enterado; eso, que ese día no sea día triste, que se coma, que se beba, que se celebre la vida en el día de la muerte y que como ya sucedió con mi madre y con mi padre las cenizas se deslicen entre las manos de los niños convertidos en jardineros por un día. Que el día de la muerte sea un día de fiesta, leñe.