De viaje por Madrid


Madrid, 15 de abril de 2015


Me desperté en Madrid en casa de mi hija y ya desde el mismo momento de abrir los ojos tuve la sensación de estar de viaje. Salí a la calle; mi cuerpo estaba agradablemente descansado después de tres o cuatro días de sufrir las consecuencias de una inesperada diarrea; era hombre feliz. Manos en los bolsillos, paso despreocupado y tranquilo de quien tiene todo el día por delante para pasear la ciudad, sentir los profundos olores que salían de las tiendas con mercancías orientales y acaso dar una vuelta por las salas del museo del Prado. Viejas experiencias en ciudades del mundo que manaban hoy convocadas por la gratuidad de mi disposición dispuesta a proporcionarme placeres que duermen en las cuerdas de la memoria como esperando la mano de una primavera preñada de ociosidad que venga a despertarla. Bendita la cosa, cosa porque asunto indeterminado es, suceso inesperado que no sabiendo de dónde sale a buscarte se instala en tu organismo como una esponja dispuesta a absolver todo lo que te rodea, algún tipo de esencia exótica que cien veces en circunstancias parecidas nunca soñarías existiera.



Redescubrir en Madrid perfumes de ciudades lejanas, de tiempos mozos, de colores y estrechas calles de mercados donde el azafrán, las especias, el té, el mango, los churros o los cueros y los tintes hacen el aire denso, lleno de resonancias que te acompañarán toda la vida y que reencontrarás inesperadamente una mañana de primavera entre la calle Huertas y la plaza de las Cortes con que sólo cierres los ojos y trates de evocar lo que hay siempre más allá de la prosa de la calle. Descubrir los halos de poesía tras la plana realidad cotidiana constituye una tarea, pero casi siempre se trata de un inesperado regalo que como una aparición visita al ocioso desocupado que se ha sentado muellemente a recibir en su cuerpo, en su memoria, en los poros de su piel el frescor matinal que emana de la calle. Una vez más no se encuentra lo que se busca, se repite el hecho algo extraordinario de que el azar te lleve servido en bandeja al ánimo lo que nunca sería capaz de proporcionarte una ardua búsqueda.


Paseo por Ave María, Cervantes, León, Huertas, me paro frente a la vitrina de un negocio oriental donde a los pies de un cómico esqueleto colocaron una cartulina negra en se lee lo siguiente: "Los pensamientos que elegimos pensar son los instrumentos que empleamos para pintar el lienzo de nuestra vida". La calle, además de hablar por sí misma, por los rostros que la pasean, sus olores y el atractivo de sus fachadas y escaparates, hablan también con las palabras que otros fueron diseminando en los libros o en los muros de las ciudades. En el pavimento de Huertas leo algunas palabras troqueladas en dorado y engastadas después en el puro granito, palabras de Larra que hablan de la necesidad vital de escribir y leer.


Cuando desemboco en la plaza de las Cortes quedo a cielo descubierto, la protección de las callejas y sus olores se desvanece y quedo a merced del flujo de algunos grupos de turistas. Enfrente un numeroso grupo hace selfie junto a los leones del parlamento. Podría volver a la protección de las estrechas calle de Lavapies pero ahora opto por ser turista de una gran ciudad de amplias avenidas, podría estar en Viena, París, Londres, así que me dirijo al Louvre, a la Teti Gallery, al British Museum, en cualquiera de ellos encontraré viejos amigos, Rembrandt, Tiziano, Brueghel, seguro que algún Greco o Goya; es lo mismo, se trata de seguir paseando por el mundo, así que atravieso el paseo del Prado y entro en el museo siguiendo el criterio del que gusta perderse en un zoco oriental caminando sin rumbo fijo aunque atento a su olfato y a la intuición. Y a la vuelta de una esquina me tropiezo sin más con La Anunciación de Fray Angelico en mitad de una sala, la donosura del ángel frente a una virgen de aspecto macilento con la actitud de a quien le está cayendo un marrón encima que acepta de mala gana, la delicadeza de los rosas, la cara de cabreo de Eva. Y unos pocos metros más allá, a la derecha, ese lienzo de Boticcelli donde un par de perros muerden en el culo y en un muslo a una joven desnuda que intenta huir despavorida mientras tras el banquete, de fondo, barcos de vela navegan por un mar imaginado que el pintor ni se molestó en dotar de un mínimo de credibilidad, barcos e islas que cualquier niño pintaría por puro entretenimiento en los márgenes de sus dibujos. Un banquete que es una muy parecida  reproducción de una de las historias de la película Relatos salvajes que había visto dos días antes en casa, una fiesta por todo lo alto plena de alegres y circunspectos personajes que termina convirtiéndose en una extraña bacanal de odio y amor en donde se mezclan los celos, el sentimiento de clase exacerbado, el desbordante primitivismo de una novia que arrastra al espectador tras ella al punto de no poder quitar ojo de ese rostro al que envuelven sucesivamente el odio, la ternura, el sarcasmo y el rendimiento último a los brazos tendidos de un esposo arrepentido.   


Dos salas más allá reaparecen las elegantes y estilizadas figuras de Adán y Eva, de Durero. Dos cuerpos que reproducen una vez más la perfección de esa complementariedad física de lo femenino y lo masculino. La arrogante mirada de Eva y el gemido infantil del Adán del cuadro de Fray Angélico han desaparecido para convertirse en nobleza, donosura y gracia. En la esquina opuesta del edificio, ah, los Borbones, cómo la genialidad de Goya recogió ese rasgo de fatuidad que recorre los rostros de tantos de ellos (Fernando VII, Carlos IV). Dios santo, la gente que nos ha gobernado, piensa uno ante los retratos de Carlos IV. Y me voy a buscar un cuadro de Rosales que hace tiempo que no veo, Isabel la Católica dictando su testamento y que me gusta especialmente. El rostro de Fernando el Católico asolado y pleno de angustia no sé si reproduce una realidad histórica, pero me gusta, el dolor de la inminente muerte de la esposa en su rostro es el foco de atención de esta sala. Y poco más allá, La perla y la ola, de Paul Baudry, inextricable, seductor, el cuerpo desnudo de una mujer contra un fondo de olas me llevará a buscar La bacanal de Andrios, de Tiziano, mujer tendida a los pies del deseo, desbordante alegría, la fiesta en su apogeo, el vino corriendo de boca en boca suscitando el maravilloso mundo de los encuentros amorosos.


Y por fin una larga sala de retratos. Y comprobar cómo retratos de toda la vida que reconoces desde tu temprana visita al Prado cuando eras adolescente, se hacen cercanos y comprensibles, hombres y mujeres de carne y hueso que ahora reconoces como tus iguales, descumbrados, sujetos a las contingencias de la vida, unos más en el enjambre humano, pero tan bellos, o viejos o prepotentes o tiernos o deseosos de diversión y sexo como en el lienzo de Tiziano. Queda a la salida en mármol viejo, una vez más, la magnificencia de los cuerpos, una enorme escultura de Marte y Venus preside la sala. Suena el teléfono, Victoria me espera en la plaza de Neptuno. Doy por terminado mi viaje a Madrid de esta mañana.