Strathcona Mountains. Canadá






Strathcona Mountains. Isla de Vancouver, Canadá. Hoy se hizo de noche antes de que pudieran instalar el campamento. De la carretera bajaba un camino estrecho que terminaba en el agua, el lugar ideal para pasar una segunda noche después de una larga caminata. Un prado, los restos de una fogata y la mansa superficie del agua clara allí mismo, dispuesta para el baño de la mañana. Pero oh, hoy una hoguera bailaba en medio del prado, hoguera, barca, cámper, sillas diseminadas por el prado que ayer era nuestro. Mala suerte. Hubimos de dar marcha atrás. En fin. Con la noche ya casi cerrada encontramos otro trozo de playa desocupada. Quedaba en el cielo un rastro tenue de luz cuando Victoria la emprendió con la cena y yo con la escritura.


La marcha de hoy se había llevado el día completo, cinco horas de caminar por un espléndido bosque, dos de tomar el sol junto al agua, y un par más para ir y venir. Strathcona Mountains. Un camino bien mantenido subía por el valle de Bedwell entre una exuberante vegetación, cruzaba varios ríos, uno sobre un puente colgante que recordaba aquellos de hace un par de años del Nepal, y trepaba por novecientos metro de desnivel hasta reposarse sobre los lagos de Bedwell.
Enormes árboles desnudos con el espinazo quebrado y el esqueleto blanco, reposaban sobre la superficie del lago; enormes árboles dormidos, tendidos en mitad del bosque como sumidos en un sueño, prestaban sus costados a melenudos líquenes y musgos sobre los que empezaban a crecer otros árboles, otros arbustos; enormes árboles, imponentes, recios, como símbolo del paso de un tiempo tan crecido como su tronco descomunal, hacían zigzaguear a sus pies un camino diminuto que subía y bajaba ininterrumpidamente  en la apretada espesura. Altos racimos de dedaleras de un amarillo pálido; altos racimos de dedaleras de un rojo desvaído; racimos de campanillas, algo más llamativas que las de los brezos, asomaban sus cabezas curiosas al camino. Luego había un lago pequeño en donde se reflejaban las cercanas montañas nevadas; y había otro grande... y riachuelos y barro y mosquitos. Y también sudor, y dos caminantes, él y su chica, que paraban de tanto en tanto para sacar alguna fotografía o para acercar los labios a algún riachuelo.


Pero lo más lindo fue tumbarse al sol después de una ligera comida. El sol calentando la cara y el cuerpo entero venía incluido en el paquete de la excursión. Un sol generoso que no se prodigaba mucho por estos pagos. Quizás fuera el primer día en un mes largo en que el cielo aparecía totalmente despejado. Así que bienvenido, espanzurramiento playero, regodeo térmico. Al final, irremediablemente, siesta oportuna mientras Victoria contemplaba cómo algún género de pato jugaba en la orilla o se entretenía pescando.

Aquella noche todavía dio tiempo para continuar con la lectura de Lord Jim. Llamaba la atención la habilidad que desplegaba Conrad para hacer crecer y crecer una idea, el hilo de una emoción, por el procedimiento de irlas llenando de connotaciones próximas, cercana muchas veces a una delirante soledad o a una sinrazón oscura y opresiva. Por ejemplo: “Fue inflexible (Jim), y desde su soledad, que crecía en la misma medida que su obstinación, su espíritu pareció reafirmarse sobre las ruinas de su existencia”. O aquel otro ejemplo, ya en el penúltimo párrafo del libro: “Hay momentos en que lo veo pasar como un espíritu descarnado que anda perdido entre las pasiones de este mundo a la espera de acudir puntualmente a la llamada de su propio mundo de sombras”
Se tiene la sensación de que tanto se cargó de soledad, de conciencia descarnada, frente a la razón moral, a su protagonista, que a no más tardar éste habrá de hundirse bajo el peso de un romanticismo ético exacerbado. ¿O será mejor decir bajo el peso de una explosiva mezcla de romanticismo y amor propio? Cuando al romanticismo se le quiebran las piernas, no le queda otro al amor propio, indefenso frente al instinto de muerte, que desaparecer de este mundo. Mientras, la sociedad y su cultura moral ondearán ahí, por encima de su cabeza con la fría indiferencia de un día de ejecución que se prolongará durante el resto de la vida.
Conrad puso en un platillo el peso de unos acontecimientos poderosos y extraordinarios y en el otro el controvertido mundo interno de un romántico cuyo mayor defecto fue cargar con un exceso de rigor moral. La identificación del lector con el protagonista no bastará para salvar a éste de la hoguera.
Y como un adorno, también romántico y nostálgico, el último párrafo, en donde: ”...y mientras, Stein, que se va muriendo, se está preparando para dejar esto, para marcharse... y con la mano les hace un gesto triste de despedida a sus mariposas.”
Y la noche se puso negra negra, y salió la media luna que se miraba en el agua, y el tenue perfil del bosque se instaló sobre una oscuridad más tenue, y la orilla del lago se cubrió con un halo de claridad, como unas gotas de leche disueltas en la aguada de una acuarela. Y mientras, todo era negro fuera del espectral resplandor de la pantalla del ordenador. Tecleaba a oscuras guiado por el tacto leve del teclado, suave, dócil, sensual; llegaba un leve rumor de música desde los auriculares del discman de Victoria. Se hacía tarde —las dos de la mañana— pero era demasiado hermosa la noche, era la culminación de un día pleno de bosques, de montañas, de noche, de lago, de luna. ¿Cómo irse a la cama entonces?, ¿cómo desaparecer en el sueño de la nada cuando la belleza campea frente a los ojos, plena, rabiosamente íntima acariciando el ánimo para engatusarlo... Una noche que dice: resiste, escucha, mira, reposa en mi regazo, apaga las luces, detén el mecanismo del ordenador, quítate las gafas y ven a la orilla del agua, ven, escucha el rumor del bosque; no habrá muchos días así, ven, aprovecha el momento.
Obediente a la noche, a la playa, al agua, a las estrellas, a la luna, a la oscuridad y al silencio me dispuse a apagar el ordenador. Por hoy, buenas noches.