La vida cotidiana del viajero. Canadá



De tanto en tanto nos cruzábamos con un ciclista, esos que recorren el mundo con un par de alforjas; ayer habíamos avistado otro bicicletero solitario, esta vez un japonés de pedalada tranquila con el que nos habíamos cruzado ya dos veces. Las ganas de pedalear se me subieron esta mañana con fuerza a la cabeza; pospuse la idea de un largo trayecto en bici para cuando volviera a casa. Había ya tantas cosas que hacer en septiembre que no sabía cómo iba a apañármelas para meter todo en esas cuatro semanas; porque septiembre era un mes muy particular, el preludio del invierno, el momento preciso para ir sellando la larga temporada que precede a la lluvia y al frío del otoño.


Estábamos aparcados a doscientos metros de la carretera tomando un piscolabis, cuando volvió a pasar frente a nosotros el japonés de la bicicleta del día anterior, lo vimos allá, a lo lejos desde el pinar guadarrameño, lento, absorto en el trabajo de pedalear. Cada uno lleva su sino encima, has de vértelas con él; los músculos son parte del cuerpo pero son también una herramienta a disposición de la voluntad y los deseos. De la conjunción de los deseos, los músculos, la voluntad, debe nacer la plenitud de la emoción, la constatación de que esa es la tarea necesaria. Era un día de calor, mediodía, dos alforjas en las ruedas delanteras y otras dos atrás, sobre las últimas el aislante y el saco de dormir; entre una y otra rueda el nipón, de negro, calmoso, adaptando sus movimientos a la disposición del terreno: lento, sin prisas -el tiempo es una metáfora de la muerte, al final del tiempo sólo está ella mofándose de nuestra premura-, como quien tiene toda la vida por delante. Junto a él hay otros usuarios de la carretera, con más prisa, más cargados, grandes casas con ruedas que llevan a sus dueños a lejanos lugares que aparecen en las guías corrientes de turismo. Cuando ellos vuelvan de haber visto el mundo entero, el nipón apenas habrá completado una diminuta parte del recorrido de ellos. Los turistas volverán a casa, a la oficina, a la comodidad del living-roomy mientras tanto el japonés de la bicicleta seguirá pedaleando camino del norte, camino de ninguna parte.

El nipón se perdió en la conjunción de las paralelas que limitaban el asfalto, allá, en un recodo de la carretera.


 El instinto de defensa me despertó a la mañana siguiente cuando en el cielo empezó a fijarse la primera luz del día; una precaución elemental: cerrar la puerta del coche para evitar la molestia de los mosquitos. Después volví a dormirme. Hacia las ocho me despabilaron los pájaros, revoloteaban varios de ellos a uno y otro lado del coche, parecían inspeccionar aquel trasto color vino burdeos con mucha detención; eran unos pájaros diminutos con un delicado plumaje ceniza claro; quizás le buscaban las pulgas a este bicho brillante de cuatro ruedas que yacía como dormido bajo las ramas de los pinos. Alguno voló  frente a la ventana. A las nueve pasé la yema del dedo por el brazo de mi chica; ella abrió los ojos, se incorporó ligeramente, se acercó y reclinó la cabeza en mi pecho; yo le pasé el brazo por encima del hombro, abrí la puerta del coche y puse los pies encima del asiento trasero. Busqué a los pájaros, las ramas de los pinos se movían, estaba despejado, había dos o tres nubes blancas allá arriba, a la derecha. Tenía el cuerpo algo atorado, pero no importaba, eso se pasaba enseguida con unos pocos estiramientos. Empezaba a hacer calor. La perspectiva de un día de descanso, dolce far niete, era muy agradable. Ahora albergaba dudas sobre el próximo libro a leer, no había mucho en donde elegir, allí estaban las novelas que compró Victoria, esos autores canadienses... En las mejores librerías de Vancouver no pude encontrar uno solo en español. Ya lo pensaría. Me moví ligeramente hacia la derecha, el suelo del coche estaba recorrido por unas estrías que se clavaban en la espalda. También podría limpiar la moqueta del coche con ese producto que habíamos comprado, pensé. Unas manchas oscuras de grasa que daban al suelo un aspecto lamentable. Ya vería. Las ramas se movían. Mi chica posaba su brazo izquierdo sobre mi pecho. Era muy agradable esa pereza matinal. Ya hay minúsculas gotas de resina en los cristales del coche, pensé ahora. ¿Qué hora es?, preguntó ella. Las diez. Sí, no había más remedio que levantarse.




Diez minutos después estaba en la carretera. Pantalónde deportes, camiseta, calcetines, deportivos, cronómetro en marcha. Un hermoso arcén de metro y medio por lo menos. Las piernas se movían pesadamente contra la cuesta de asfalto, la zancada corta, los puños cerrados, no, no me gustaban los puños cerrados. Los abrí ligeramente, dejo los dedos sueltos, intento componer un paso más elegante, menos pegado a la gravedad del suelo. La elegancia de correr, una elegancia gratuita y placentera. Seguir el curso del aire en los pulmones, para allí abajo, hacia el estómago, y meterse el ritmo en el cuerpo, una pierna, otra, el desplazamiento de los hombros, la zancada algo más larga, más elástica. La línea blanca del arcén corre ahora a mi derecha decidida indicándome el camino. Corro ajeno al tráfico, centrado en mis piernas, en el balanceo de mis brazos; siento el mórbido mecanismo de mis pulmones trabajando sistemáticamente, a buen ritmo, sin que tenga que decirles cómo tienen que hacerlo. La cuesta aumenta su inclinación, y frente a ella respondo con un aumento de la velocidad. Mi cuerpo ya es más liviano. Me gusta verme como en una proyección a cámara lenta, sentir el ágil movimiento de animal atravesando las praderas, la elástica flexibilidad de la zancada. Miro el cronómetro, ocho minutos y medio; aumento la velocidad, la cuesta me hace sudar, siento los testículos arropados por el pantalón, el sudor en los muslos, en los brazos. La carretera describe una elegante curva hacia la derecha, incorpora un carril más para el tráfico de frente. Los coches pasan dejando una vibración en el aire. No sé cuántos ni cómo son. Mi vista vaga tranquila entre el final del asfalto y la línea blanca que delimita el arcén; mi calle de esta mañana es un pequeño universo donde desentumecerme. El cronómetro marca catorce minutos quince segundos. Todavía unos cientos de metros más, justo hasta aquella casa blanca que asoma a la izquierda. La zancada es ahora una fiesta, fuerte, segura; es el placer de sentirme, de comprobar el perfecto estado de esta máquina que saqué a correr hace quince minutos. Espero a que pase un coche blanco, miro a mi derecha y cruzo la carretera a grandes zancadas. Camino de vuelta, cuesta abajo; ahora dejo que el cuerpo baje solo, retengo ese punto de velocidad que no quiero sobrepasar. Frente a mí, a una distancia de varios cientos de metros hay otro corredor ahora: camiseta gris y calzón azul. Su ritmo es diferente al mío, me gusta. Los movimientos de Victoria son menos sueltos pero son elegantes, impone a su carrera un aire de distinción. ¿Qué tal la pierna?, le digo cuando la sobrepaso. Pcheee... contesta. No importa, ha habido momentos peores. O sí importa, pero nada se puede hacer. La pierna le hace dormir mal y le pide analgésicos de vez en cuando, pero hasta ahora no le ha imposibilitado correr. La línea blanca del arcén vuelve a ser mi única compañía, el sudor moja mi cuerpo entero. Me aproximo a la curva del pinar, quedan unos pocos cientos de metros. A la izquierda sale un camino de tierra, después vienen los árboles, el rincón que hemos encontrado para descansar durante este par de días.

Cuando me arrodillo para estirar los músculos de las piernas, las gotas de sudor caen abundantes sobre el suelo en un goteo continuo. Busco una rugosidad del tronco y subo la pierna; ambas forman un ángulo recto, soporto durante veinte segundos el dolor de los gemelos; luego vuelvo al suelo, uno a uno voy sometiendo a los músculos de las piernas y brazos a una flexión forzada. Cuando he terminado, me siento, dejo que me dé la brisa en la cara. Hoy tenemos todo el tiempo del mundo para nosotros. Hago un rato de yoga. Cruzo las piernas, pongo las manos en las rodillas con las palmas hacia arriba, uno el índice y el pulgar, cierro los ojos y dejo que el aire entre en sus pulmones lenta, lentamente. Después lo retengo allí, a la altura del diafragma; concentro mis pensamientos en un punto fijo dentro del cerebro, expulso el aire de nuevo despacio, despacio. Ella termina sus estiramientos y me pregunta que cómo se hace eso, se lo explico, vuelvo a concentrarme en los ejercicios de pranayama.

Las tareas de la mañana son mínimas, limpiar las manchas de la moqueta, hacer la comida y poco más. Eso de tener una casa tan pequeña, tan pequeña, ahorra un montón de trabajo.