Navegando hacia el sur. Canadá





Mañana temprana a bordo del Queen of the North. Navegamos desde Prince Rupert rumbo a Port Hardy, en la isla de Vancouver. Otros recuerdos de barcos, de mañanas. Presentaciones en popa, dos o tres grupos de personas, parejas con aspecto de rozar la jubilación, otra que estarán en los cuarenta y dos moteros jóvenes con sus chupas de cuero. Oía las risas, miraba la expresión atenta y perspicaz de un hombre obeso con un respetable bigote cano, le veía sonreír mientras hablaba desenvuelto uno de los jóvenes  con dotes para mantener la atención del resto, para hacerles reír. Conversación distendida probablemente sobre las anécdotas de los últimos días de viaje. El arte de ser sociable, también éste un buen oficio que ejercer. El arte de la conversación allí donde es necesario llenar de algo ese rato de los encuentros, los instantes en que unos y otros se cruzan en alguno de los trayectos de la vida diaria. Hoy atraía mi atención ese clima cordial del encuentro.


Todavía volví a mirar al señor gordo de pelo cano, ¿qué aspecto tendría yo mismo en una situación similar? Me gustaría verme por un agujerito, porque no terminaba de imaginármelo. Entre la percepción del yo y la del otro siempre parece haber la generosa anchura de un fiordo lleno de espesa y profunda agua. El sonido cavernoso y bronco de la sirena interrumpió mis divagaciones y puso en movimiento el barco. La mansa luz del amanecer yacía desperezándose sobre la superficie del agua calma; apenas un poco más arriba, más lejos, las colinas oscuras al otro lado de Prince Rupert, lucían un larguísimo fular blanco a modo de coqueta indumentaria matinal. Una línea delgada de árboles señalaba el límite de unas pocas islas dispersas. La hoja de arce canadiense flameaba ligeramente sobre la estela blanca del agua hendida que dejaba el navío como rastro efímero de su paso por la superficie del fiordo. El trabajo de las máquinas transmitía una vibración soterrada y tenue al suelo de acero. Mañana húmeda y gris; ni el frío gélido del archipiélago chileno surcado en los tiempos de aquel invierno de la muerte de mi madre, ni la cálida travesía del Mediterráneo en torno a las islas griegas de los años en que mis hijos correteaban su escaso metro de estatura por las cubiertas de los ferries en el Egeo; tierra brumosa alrededor que evocaba la Escandinavia de los húmedos veranos del norte.


Islas diseminadas, ancladas azulinas en el borde del horizonte. El pasajero despistado con las manos en los bolsillos, la mirada perdida y el gorro encasquetado a lo capitán Tan Tan; el jovenzuelo de mirada azul con aspecto de vikingo; el hombre maduro que ya cruzó algunos mares y que calza las botas de los caminantes todoterreno; los turistas de siempre, los iguales a ellos mismos en todos los barcos y en todos los trenes de la tierra. Todoseran tranquilos pasajeros de esa mañana de agosto surcada de islas aglutinadas junto a la accidentada costa del continente.
Y pasaban las montañas nevadas y los bancos de niebla, y la rizada extensión del agua, ahora frente a la ventanilla de la cafetería de a bordo. En el alféizar reposaba el libro de Conrad. “Por su parte, Jim tuvo la facultad de reconocer, al primer indicio, el rostro de sus deseos y la forma de sus sueños, sin los cuales no habría en el mundo amantes ni aventureros”. Había hecho un doble subrayado en estas líneas del capítulo dieciséis. Era MI presa del momento de lectura, a veces leer era eso: pillar el alma, la letra de lo que está en consonancia con nuestro espíritu, parecía el objetivo fundamental de la lectura; entresacar del universo literario, apresarlo, todo aquello que fuera confirmación de las pasiones propias, del ánimo o de la manera de ver el mundo. Se me antojaba que esa facultad que nombraba Conrad era la quintaesencia de las capacidades de la historia de una persona. Porque si uno no es capaz de reconocer pronto y precisamente el rostro de sus sueños y deseos, cómo sabrá dónde dirigirse, qué hacer consigo mismo; sería como un ciego perdido en la niebla, la mala broma de la nada dentro de la nada.
Y seguía más adelante Conrad: “Lo protegía su aislamiento: era el único miembro de una especie superior, en estrecho contacto con la naturaleza, que siempre corresponde a sus amantes” Y Marlow intentaba ayudarlo desde fuera de esa soledad, pero encontraba que “cuando intentamos responder a las necesidades íntimas de otra persona, nos damos cuenta de lo incomprensibles, variables y borrosos que son los seres con los que compartimos la visión de las estrellas y el calor del sol. Es como si la soledad fuera una dura condición necesaria para la existencia”
Las reflexiones sobre la soledad y sobre esa dificultosa aproximación a los otros ocupaban mis pensamientos. Un reto tan simple como penetrar la vida de la gente que junto a la cual caminas... tan aparentemente simple, continuaba irguiéndose delante como un bosque impenetrable.
Las ondas que  se desprendían del costado del barco tenían la consistencia de una superficie rociada con un spray oleaginoso, quizás una capa de vaselina o un barniz de textura satinada. La quilla del barco surcaba aquella sustancia espesa, pero apenas dejaba el suave temblor de unas olas en la superficie aceitosa del mar.
Dejamos atrás cuatro gaviotas posadas sobre un madero a la deriva, las colinas eran por la tarde un escenario gris y apagado que discurría monótono bajo una cortina de lluvia. Mi chica tecleaba frente a mí una historia que tituló El hombre que amaba a las mujeres, un cuento cuyo comienzo había sido su regalo de cumpleaños un día de lluvia en las montañas de Denali. A veces se hacía cansado eso de dar siempre vueltas y vueltas a las propias querencias, podía llegar uno a sentir la opresión del peso del yo, la opresión de la reiteración cuando el ocio y el viaje nos tenía atados al deambular espontáneo de los pensamientos. Hasta allí llegaba la saturación, lo que era luz y calor se convertía en una música obsesiva que terminaba por cubrir con su manto de niebla el espléndido paisaje que les rodeaba.
—¿Me dejas que te lea una cosa? —dijo mi compañera—, es la continuación de...
Pero comenzó a leer y la batería, que había advertido ya que andaba en las últimas, dio un respingo y apagó el dispositivo. El hombre que amaba a las mujeres (¿Recuerdan ustedes la película de Truffaut?) era, por supuesto, yo mismo, el siempre temeroso y temblón al que todavía se le puede trabar la lengua y subírsele los colores si se tropieza con una mujer bonita.
Este continuo desplazarse por tierra o mar; el tránsito de las nubes, ya no niebla espesa sobre el agua, ahora agujeros de azul en el cielo; la costa neta, el brillo metálico del agua. Y ser esto que pasa, y dejar vagar las imágenes y los recuerdos y contemplar el agua en movimiento o escuchar el sonido de otras lenguas; las voces de los niños mezcladas con el runrún tenue de una vibración de motores. Posados, ellos, como por casualidad en un día pleno de ocio... y mirar por un gran ventanal el espectáculo del mar.