El dodge de alquiler seguía la espina dorsal de las Montañas Rocosas y se dirigía hacia la tierra yerma del norte donde el río Mackenzie atravesaba la tundra antes de desaparecer, a través de un esplendoroso delta surcado por cientos de derivaciones fluviales, en el oceáno Glacial Ártico.
El crepúsculo se licuaba lento y perezoso por el noroeste. La luz de las doce de la noche alcanzaba para leer sin dificultad. En un par de jornadas nos habríamos quedado definitivamente sin noche. Ese día habíamos conducido por un bello paisaje de bosques que se alternaba con amplias y ondulantes praderas. Nos encontramos con el primer oso del verano, cruzaba apaciblemente la carretera unos cientos de metros por delante de ellos; desapareció en el bosque de abetos sin más preámbulos.
Junto a la cuneta donde paramos al mediodía, los nenúfares se balanceaban apaciblemente sobre la superficie calma de un lago. También los mosquitos tenían un vuelo calmo a mi alrededor, volaban sobre el ordenador, junto al libro, en torno a la cabeza, pero el repelente los tenía a raya. Habíamos dejado atrás cinco horas de carretera. Hoy llenamos las primeras horas de la mañana con Triana y con Ella Fitzgerald; en estos momentos entendía mejor esa manera de oír la música de alguna gente cuando ponen a prueba la resistencia de los tímpanos. Triana irrumpía en el silencio y en el vaivén del asfalto con sabor a desgarro; la carretera, una línea amarilla, el prado segado, el perfil de los abedules, el río tumultuoso de vez en cuando... Era un placer nuevo ése de la música tragándose los kilómetros.
Y el de los kilómetros tragándose la noche. Más allá de Dawson City el misterio de la luz sucumbió a la luz, la luz se hizo más luz y extinguió la noche. La luna era un peregrino en busca de la oscuridad. Vagaba en el cielo como quien ha perdido su hogar y clamaba por el amparo de una tierra amiga. La luna era entonces en el firmamento una cosa triste.
No terminaba de encontrar mis bosques de abedules, los que recordaba de los países escandinavos, ni los lagos o los caminos misteriosos y atractivos de la taiga que nos adentraran en la espesura. Este país todavía no había tenido tiempo de abrir senderos en la inmensidad de su tierra. Nada salía de la carretera, de la pista, que nos adentrase en lo desconocido, en los valles, hacia un claro del bosque. A los regidores de este espacio sólo les cupo, hasta ahora, hacer unos breves aparcamientos junto a la cuneta, unos espacios de unos pocos metros cuadrados, llamados Rest Area, destinados a hacer pipí, comer un bocata y estirar las piernas.
A última hora llueve, me refugio en el coche y debo dejar a Lezama Lima porque los pensamientos me vuelan a otras latitudes. Recuerdo un día de invierno asomado a la borda de un barco que nos llevaba a través de los fiordos chilenos camino de Puerto Mont, su homenaje de entonces a los exploradores que siguieron a Magallanes; algunos instantes más que quedaron por una razón u otra suspensos en la memoria como si hubieran recibido alguna gracia divina en especial para sobrevivir a lo corriente de las sensaciones. Parecía que se necesitara un momento de gracia, el encuentro de alguna dificultad especial, el adensamiento de las vivencias, para que brotasen esos momentos que se recordarán con toda viveza en el futuro. Del estado de gracia hablaban en el colegio; se colegía de aquello que uno debía estar libre de pecado, debía confesar, si no lo estaba, para así llegar a esa circunstancia en la que una repentina muerte nos transportaría al paraíso sin más dilación. Pero no era ese estado de gracia en el que pensaba yo, aunque algo tuviera que ver con ello. En mí algunas de esas situaciones habían nacido con frecuencia de la acumulación positiva de exigencias conmigo mismo, de experiencias en donde era manifiesta una sensibilidad mucho más despierta de lo común.
Hacia el paralelo 65 el camino se enderezó definitivamente hacia el norte, una pista de tierra de setecientos kilómetros cruzaba la tundra. A las once de la noche una maravillosa luz bañaba las montañas, el sol espejeaba en un lago de agua mansa y suave. Era una luz muy especial la de esas latitudes, tenía una calidad fría y luminosa; las nubes, de tripa gorda y cenicienta, adornaban un cielo que parecía hecho como de leche. El puñal de luz del crepúsculo se extendía cegador de orilla a orilla del lago.
Estábamos donde nos habíamos propuesto, el desierto, las montañas, los paisajes dilatados y solitarios, un horizonte sin límite, el silencio pleno de la naturaleza; a lo lejos montañas nevadas, en medio inmensas superficies de vegetación rala, un paisaje desnudo y severo que se sentía más adusto cuando se tenía la conciencia de que antes de cuatrocientos kilómetros no encontraríamos una sola casa, una gasolinera, nada; sólo la confianza de que esa máquina de cuatro ruedas siguiera marchando sobre la polvorienta superficie hasta Inuvik, la población inuit de la ribera del Mackenzie.
El rigor de la naturaleza, al que sólo nos acercábamos, como en otras ocasiones, casi de refilón (recordaba en aquel momento nuestro paso por el Karakoram entre China y Pakistán dos años atrás), porque para acercarse con rigor hay que caminar e internarse muchos días en ella, agudiza la sensibilidad y afila los sentidos, pone en guardia al ánimo. No es exagerado decir que era como entrar en un santuario, como si a uno lo dispusiera a la oración. La comunión con esos entornos tenía cierto aire de rito iniciático.
Había algo en este país que no terminaba de gustarme, era ese desbordamiento de advertencias de peligro por doquier: warning! ¡peligro!, cualquier cosa, una piedra en que resbalar, una pasarela, un camino accidentado, montones de situaciones corrientes. La llamada a la seguridad era el obsesivo patrimonio de las masas engordadas y satisfechas de una buena parte de esta sociedad. Y contrastaba con las vidas de los pioneros, de los exploradores que descubrieron y cartografiaron el país; penalidades sin cuento, fuerza, decisión, valentía, la cabeza sobre los hombros. Era como si a las generaciones futuras no les hubiera quedado nada por hacer, sólo vivir de las rentas. Todo estaba ordenado y clasificado; enseñaban la naturaleza como si fueran cuadros de un museo.
Permanecimos unos días en Inuvik; muchos de los antiguos habitantes del país, los inuits vagaban por la ciudad sin cometido alguno entre las manos, la civilización les había quitado de las manos su sistema de vida, la caza, el gobierno canadiense les había compensado con generosas subvenciones. Tropezamos con un número respetable de borrachos en la vía pública. La cultura del frío y de los igloos parecía resquebrajarse bajo el peso de la ociosidad y el alcohol: sólo apreciaciones de un visitante precipitado.
Un día de aquellos volamos en una pequeña avioneta sobre el delta del río Mackenzie, espléndido desierto de aguas, lagos, los mil brazos del río reflejando como una lámina de plato la luz de la mañana. Pasamos el día en una pequeña localidad pesquera junto al océano Glaciar Ártico. A la tarde sobrevolamos el mar intentando avistar alguna ballena desde el aire. Todo era un magnífico desierto, tierras desiertas y frías, el mar silencioso y gélido.