Junto a Kempsey, Australia, 12 de marzo de 2016
Estaba leyendo a Chatwin, que anda desentrañando algunos asuntos de antropología relacionados con los aborígenes australianos en Alice Springs, el punto neurálgico de Australia Central, cuando levanté la vista y me encontré con la peana de elefante de un enorme eucalipto. Quedé sorprendido por la robustez y la belleza con que se erguía iluminado por la tardía luz del final del día. Me fui a por la cámara e hice algunas tomas de él y de algunos más que crecían en los alrededores. Me esforcé por contemplarlos como si fuera la primera vez que lo hacía y me parecieron especialmente hermosos, esa belleza que está ahí frente a nosotros sin que apenas la veamos y que en algún momento sin saber cómo despiertan en nosotros el placer de la contemplación.
Los aborígenes van a ser uno de los elementos constantes en nuestra visita a este país. La impresión somera que sacamos de nuestro mes y pico en Nueva Zelanda fue la de que aquel país se ha levantado bajo la bandera de una excelente relación con los aborígenes, los maoríes, mientras que aquí, en Australia, las cosas parecen haberse desarrollado de un modo muy diferente. Cuando mi ignorancia sobre este tema se haya matizado un poco en los próximos días que dedique a la lectura volveré sobre el asunto. Es un tema terriblemente conflictivo que ya hemos vivido en otras latitudes, por ejemplo en el norte de Canadá con los inuits, los esquimales de aquella zona, que al entrar en contacto con los hombres blancos sufrieron una degradación motivada por cambios de hábitos, costumbres y modos de vida. El encuentro de dos culturas tan diferentes y con un grado de desarrollo tan dispar terminó por socavar toda la estructura social y laboral de los inuits haciendo germinar entre ellos el alcoholismo y la desidia. En la ciudad más nórdica de Canadá, Inuvik, era corriente encontrarnos con numerosos borrachos, inuits que antes dedicaban su vida a la caza y a la pesca vagaban ahora por la ciudad gastando la subvención del gobierno en alcohol. No digo que todos fueran así, pero era claro que el desarraigo que había sufrido una parte importante de la población indígena fue determinante en su degradación. En Canadá la estimación de la esperanza de vida en comparación con los blancos es de once años. Aquí, el gobierno, sustentaba el criterio de que había que salvar a los "hombres de la Edad de Piedra" para la civilización, algo que también pensaban en Australia. De donde se sigue en oposición la idea del derecho de los aborígenes a seguir siendo "salvajes", a conservar sus creencias y si se quiere a continuar siendo pobres si así lo desean. La síntesis de estas ideas parecen constituir el núcleo de la problemática con los aborígenes, amén, claro está, de que los "invasores" necesitaran el desierto para sus operaciones mineras, y posiblemente para pruebas nucleares (Chatwin).
Por la mañana me despierta el barullo de los cantos de aves que no me son familiares, estridentes unos, chillones otros; no es la armoniosa melodía que me acompañó antes en mi primera hora de caminar por alguna de las trochas de mi país. No es precisamente una jungla donde estamos acampados pero suena así, como llena de exóticas aves que parecen llamarse unas a otras siguiendo los imperativos biológicos que hacen que los seres vivos se estén buscando de continuo unos a otros otros.
Después de despertar y echarnos a la carretera lo primero que pensé es que en esta ocasión estábamos en el camino. Recordaba someramente la novela de Jack Kerouac, precisamente titulada "En el camino", que había leído cuarenta años atrás, y aquella anécdota, cierta o no, de que la hubiera escrito de un tirón en una especie de rollo de papel higiénico. Algo así como un largo viaje por carretera donde los acontecimientos corrientes sirven en bandeja a la fértil pluma de Kerouac material suficiente para la versión literaria de una road movie que se convertirá en una de las mejores novelas del siglo XX. Recuerdo muy someramente aquella novela, pero después de leer el pasado año "Los vagabundos del Dharma" del mismo autor se me avivaron las ganas de volverla a leer por ver si...
Bueno, estamos en un país muy grande donde las distancias enormes y los paisajes de todo tipo y sobre todo el desierto que ocupa la zona central del país, pueden sugerir una clase de viaje diferente donde el coche y las interminables carreteras serán el eje del mismo. Así que mientras nuestro utilitario de última generación se tragaba el primer centenar de kilómetros pensaba en cómo podría aprovechar la circunstancia para enhebrar nuevas historias y asuntos que diversificaran este cuaderno de viajes. De momento ya tengo una copia de la novela de Kerouac que Victoria está dispuesta a leer en voz alta mientras el cuentakilómetros cumple su trabajo a lo largo de los miles de kilómetros que nos quedan por delante. Porque las cosas son así, la escritura no sólo se nutre de la propia experiencia, es bueno también rodearse de buenos libros que estimulen en lo posible el universo en el que vive uno para después ser capaz de escribir algo; la realidad, incluida la de apariencia anodina, necesita frecuentemente de la fuerza motriz de pequeños empujoncitos en la masa gris del cerebro que ayuden a éste a ponerse en situación de escribir algo medianamente pasable. Por poner un ejemplo, piénsese lo que sería de la cosa del sexo si el sujeto en cuestión no tuviera la posibilidad de encontrarse de tanto en tanto con algo que le pusiera en situación. Pues igual. Porque sí, no hay cosa más jodida que escribir sin que algún duende venga a echarnos una mano, sería, para continuar con el ejemplo anterior, igual que echar un polvo cuando uno no tiene ganas.
Día de carretera rumbo al sur, día casi primaveral. Lo que no fue carretera fue recalar en una playa, estrenar una mesa y dos sillas, cocinar dos chuletones, degustar media botella de vino del país y leer y charlar un buen rato en el césped a la sombra de un eucalipto. También aprovechamos el final de la tarde para hacer unos pocos kilómetros.