De la quietud y el movimiento

MacDonnell National Park, Australia Central, 27 de marzo de 2016

Hoy dimos con un campsite en un lugar abrasador, cualquier lugar mil o dos mil kilómetros a la redonda es abrasador, pero qué tenía algunas sombras y, maravilla de las maravillas, duchas. Uno de esos lugares habilitados por los que mandan para que la gente pueda acampar y refocilarse en  sus parques nacionales. Tenía duchas y hacía calor, y como hoy lo destinamos al placer de hacer nada, lo que significaba leer y mirar a las musarañas, las duchas eran un verdadero regalo para entre capítulo y capítulo, uno por tierras de África, de A través de África, y otro alrededor de otra tierra ardorosa, el centro del Desierto Rojo que sigue ilustrando Chatwin a través de su libro Los trazos de la canción, para entre capítulo andar los cincuenta metros que me separaban de las duchas y meterme bajo el delicioso chorro del agua, que quemaba durante el primer minuto pero que se hacía deliciosamente fría a continuación.

África. La memoria es débil y necesita de las relecturas de los relatos de los propios viajes para recrear esos momentos llenos de fugaz folclorismo, de las anécdotas, de los personajes que atravesaron los días de entonces para comprender que la vida en su maravilloso ciclo del permanente retorno debe aferrarse al recuerdo y a la propia experiencia para dar testimonio de lo que somos; somos el presente pero somos enfáticamente también cada momento de nuestro pasado. La densidad de nuestro ser se adensa, y lo hace creo yo más, en esta recta final del tiempo si la intensidad del presente se ve salpimentada día a día con la confirmación de lo que fuimos.
Por su parte Chatwin sigue con su viaje iniciático a través de las tierras de los aborígenes australianos, y, en unas semanas en que queda incomunicado porque las lluvias anegaban las pistas de los alrededores le asalta el presentimiento de que la etapa viajera de su vida podía estar llegando a su fin, y antes de que esto se produzca desempolva sus numerosos cuadernos de apuntes con el ánimo de desentrañar lo que para él es el problema de los problemas, es decir: la naturaleza de la tendencia humana a desplazarse de un lugar a otro. Y cita en ese contexto Chatwin uno de los pensamientos de Pascal más conocido en el que dictamina que todas las desgracias humanas emanan de una sola causa: nuestra incapacidad para permanecer tranquilamente en una habitación.

¿Por qué, se preguntaba Pascal, un hombre que tiene suficientes medios para seguir viviendo se siente impelido a distraerse con largos viajes por mar? ¿Para residir en otra ciudad? ¿Para ir en busca de una bicoca? ¿O para participar en la guerra y romper cabezas?
¿Acaso, se preguntaba Chatwin, nuestra manía por lo nuevo, nuestra necesidad de distraernos, era, en esencia, un impulso migratorio instintivo afín al que experimentan las aves en otoño? Su larga experiencia de viajero y de investigador apunta a confirmar la conjetura que él mismo había acariciado durante mucho tiempo: que la selección natural nos ha programado para una vida de marcas estacionales a través de un territorio que nos saca llagas y que está cubierto de zarzas.

"Si fuera asi; si el desierto fuese el "hogar"; si nuestros instintos se hubieran forjado alli, para sobrevivir a sus rigores... entonces sería más fácil entender por qué las grandes praderas nos hastían, por qué lo bienes terrenales nos extenúan, y por qué el hombre imaginario de Pascal se sentía en sus cómodos aposentos como si estuviera en una prisión."

Es curioso que precisamente el autor del más lucido trabajo sobre el desasosiego que conozco sea precisamente Pessoa, un hombre que apenas se alejó en su vida de Lisboa, y a su pesar, unos cuantos kilómetros. Su "Libro del desasosiego" fue para mí uno de los grandes hallazgos literarios, pesimista visión de la vida y del mundo que hace que uno deguste con gran delectación el pequeño mundo de la sensaciones más íntimas frente al "mundanal ruido" del exterior. La quietud sería para Chatwin la fuente del desasosiego, y el desasosiego a su vez sería para Pessoa el manantial de muchas y fructíferas sensaciones. Vivir en la contradicción, leía ayer, mejor, ser objeto de una paradoja continuada, parece ser el caldo en que se cuencen ideas y actos. De la incapacidad de estar quietos en una habitación nace la inquietud, pero de la inquietud, de parecida manera a como del dolor y la tristeza puede fluir la poesía, puede nacer un estado de ánimo capaz de crear algo bello.

Si nuestros instintos se hubieran forjado de manera que pudiéramos resistir a los rigores emigrando, tendríamos la explicación a la primera parte de una proposición interesante que daría respuesta a nuestra necesidad instintiva de movimiento. Siguiendo esta idea, por el contrario una resistencia al movimiento generaría un orden de cosas contrarias al instinto que lo promueve y que por consiguiente haría que nos sintiéramos insatisfechos y dejara nuestro sistema nervioso en manos del desasosiego. El uso que poetas o viajeros hagan o han hecho de estas dos actitudes contradictorias pertenece al campo del arte. Estímulos e instintos opuestos parecen haber inspirado igualmente a poetas y músicos a lo largo de la historia.

Al calor de la tarde una bandada de algodonosas nubes se arraciman sobre los cerros próximos. Hemos huido de los suelos donde la única manera de zafarse de las hormigas es tener los pies sobre la mesa y ahora las moscas son sólo un zumbido alrededor del mosquitero; el calor llegamos a resistirlo estoicamente así que sigue adelante nuestro merecido día descanso. El lugar: el extremo oeste del MacDonnell National Park, a ciento cincuenta kilómetros hacia poniente de Alice Springs donde un recorrido medio por barrancos y escarpadas lomas rojas rodeadas de bellos y retorcidos eucaliptos blancos, nos servirá en la próxima madrugada para ejercitar las piernas y seguir admirándonos con el árido paisaje de esta tierra. Unas tierras que se hacen deliciosas a la caída de la tarde cuando el sol se atempera y que a la noche disfrutamos bajo nuestro mosquitero-tienda hasta que estrellas y luna y una ligera brisa terminan por invitarnos a un suave y reparador sueño.