Garganta del río Tangarakau, Nueva Zelanda, 23 de febrero de 2016
Había estado casi toda la noche lloviendo y por la mañana, después de la acostumbrada gimnasia :-) no parecía que el tiempo fuera a mejorar. Desde que nos hemos aprovisionado, nada más pasar a la isla norte, de sartén, cazo, infernillo y todo lo necesario para cocinar nuestra calidad de vida ha subido a un nivel de poder permanecer bajo nuestra tienda indefinidamente aunque caigan chuzos de punta. El único problema es el agua, pero lo hemos solucionado del modo más práctico, hemos conseguido canalizar el agua que corre por la tela de la tienda y ahora la recogemos en un cazo. Estamos en medio de una hermosa selva donde permanentemente brama el agua del río Tangarakau, un desfiladero de apretada vegetación donde es imposible penetrar. Ahora, la hortelana, que no puede resistir sin su cigarrillo de después del desayuno ha salido un momento y se ha venido con una bolsa de viaje que hace las veces de despensa y que nos va a servir de mesilla. Para lujos nuestra tienda. Tenemos de todo. Soledad, lluvia, selva, el bramido del río. No se puede pedir más.
Ayer tarde después de repasar mi abundante biblioteca me encontré con un libro que yacía arrinconado en mi teléfono desde antes de mi excursión a los Alpes, me echaba para atrás su título, un trabajoso nombre en alemán. Mi memoria es tan mala que cuando me encuentro con una novela con excesivos personajes en una lengua que no conozco tengo que hacer grandes esfuerzos para seguirla; así que ahí quedó hasta la tarde de ayer. Se trata de Etzel Andergast, de Jakob Wassermann. La novela logró engancharme hasta la medianoche.
El protagonista vuelve del Congo después de una estadía de dos años; un estudioso inquieto. Enferma en el camino de retorno; una extraña enfermedad tropical. Le trata un desconocido médico de barrio en quien parecen obrar fuerzas sanatorias especiales. Etzel, conocedor del mundo y a través del mundo al hombre, intuye en el doctor fuerzas escondidas que pugnan por manifestarse pero a las que el médico no atiende. Etzel le hostiga invitándole a descubrir esas fuerzas que habrían de surgir de sí mismo. Esa era la situación que había despertado mi curiosidad en el ámbito de una prosa un tanto inflada y grandilocuente que no me hacía ninguna gracia pero que acepté como condimento acaso consecuente con el tema a desarrollar.
Hablar de fuerzas inherentes a nosotros mismos que pueden quedar sepultas de por vida porque no hubo voluntad de hacerlas salir, porque nuestro oído no supo escucharlas o porque nuestra voluntad anduvo escasa de fuerzas es un motivo que acaso ya encontré en alguna lejana lectura de la infancia que soy incapaz de recordar pero de la que recuerdo nítidamente una idea similar. Aquel libro, eso sí lo recuerdo, destilaba un perfume a cierto heroísmo germano que se respira en Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche; también recuerdo que allí se hablaba de Tristán e Isolda, lo que me hizo estar durante mucho tiempo bajo la influencia romántica de Wagner, ese tipo de aficiones que se sustentan apenas sólo con la mención de un nombre sin que llegamos a saber el porqué. Aquel libro destilaba, cuánto me gustaría dar con su título, destilaba una fuerza parecida a la de la obra de Wassermann. Estas cosas pueden tener una apariencia anodina pero de hecho estoy convencido de lo profundamente que pueden actuar en los individuos. Esos débitos que tenemos desde que eramos niños con algunos libros, con determinadas ideas, parecen subestimarse siempre. Lo que somos o lo que hemos dejado de ser se lo debemos en mucho a autores que con sus ideas, su fuerza, su conocimiento del alma humana han fluido por nosotros durante años dejando aquí y allá preciosos muestrarios de su paso que se manifiestan en nuestro modo de comportarnos, en nuestra manera de ver y concebir la vida. De ahí que cuando uno se tropieza con ciertos parajes de literatura enseguida el olfato nos llame la atención sobre los precedentes y parecidos de algo que se engendró en nosotros en la adolescencia o quizás antes. ¿Quién podría decir con seguridad sobre cuáles son los orígenes de su educación y su forma de entender y vivir el mundo? Una tarea complicada y difícil pero que a la vista de algunos libros que leemos podemos intuir como posible. La lucha por ser, la lucha también por despegarse de las incrustraciones de una religión estúpida (estudié nueve años en los salesianos), el trabajo de encaminar una vida acorde con la naciente personalidad de uno es probablemente la tarea más importante que cabe tener entre las manos, de ahí el agradecimiento a aquellos educadores, padres, autores, amigos que de forma directa o incidental nos ayudaron con sus palabras, sus gestos o su escritura. Tras hablar de la frustración de la enseñanza religiosa de la infancia tendría sin embargo que decir que como en todas las cosas allí también hubo sus loables excepciones.
Hay otro motivo en mi lectura de anoche que suscitó mi atención. La actuación del médico, en donde prevalece una suerte de empatía con el enfermo que conforta a éste y lo invita a combatir la enfermedad confiando en sus propias fuerzas anímicas y físicas, me recordó enseguida a una antigua amiga a la que yo nombraba en mís posts con el apelativo de mi "Amiga con nombre de flor". Nos conocimos en el ciberespacio a través de un blog de viajes que yo escribía hace una década mientras viajaba por Filipinas y el Sureste Asiático. Unas semanas después de conocernos ella tomó unas vacaciones de cuarenta días para volar a Asia y encontrarnos en Sri Lanka. La fui a recibir al aeropuerto de Colombo. Mi Amiga con nombre de flor venía equipada con un fenomenal cargamento de medicinas. Era puericultora y, los días previos a su partida, sugestionada por los imperativos de su profesión, se había dedicado plenamente a hacer acopio de todo aquello que la pondría a salvo de las posibles enfermedades del continente asiático. Se pasó tres pueblos y hubo de soltar lastre desde los primeros días. De hecho no tardó en manifestarse su faceta médica más notoria; ella por encima de médico se consideraba sanadora, de ahí que cuando viajábamos por el sur de la India conectase enseguida con el ayurveda, notablemente extendido en aquella región. Era admirable, cuando visitábamos algún lugar relevante de la religión hindú, cómo en la soledad de los templos su semblante y su comportamiento se transformaban. De pie con los brazos extendidos, los ojos cerrados y el rostro dirigido al cielo permanecía largos ratos sumida en trance mientras todo su cuerpo aparecía como rodeado por un aura palpable. Hablaba largamente sobre alguno de los tratamientos que aplicaba en su consulta, muchos de los cuales eran placebo sin mas.
Aprendí mucho de mi Amiga con nombre de flor, fuimos buenos amigos durante medio año, pero al cabo de ese tiempo nuestros respectivos mundos nos distanciaron. Hoy la recuerdo efusivamente motivado por mi encuentro con el personaje de la novela de Wasserman. Me pregunto si acaso no desperdicié entonces una excelente oportunidad para aliviar mi ignorancia y mi relativa capacidad para encontrar cauces de acercamiento. En aquel viaje tuve otra amiga a la que conocí tambien a través de mi blog y con la que intercambié larguísimas cartas a propósito de algunas ideas de mis posts. No supe ni su nombre ni en qué parte del mundo vivía hasta última hora. La llamé desde el principio mi Amiga desconocida. Con ella era un placer hablar de libros, de amor, de libertad, todo servía para alimentar nuestras ganas de comunicarnos.
Es mediodía, ha dejado de llover y los ruidos de la selva rodean este lugar encantado. Creo que vamos a desmontar nuestra tienda y a continuar viaje.