Mana, junto a Wellington, Nueva Zelanda, 18 de febrero de 2016
Hoy, mientras recorría el Te Papa, el museo más notorio del país, y donde se recogen el testimonio cultural y artístico maorí junto a todo aquello que ha merecido la pena conservar desde la coloniación británica más una serie de pinturas y fotografías de artistas neozelandeses y maoríes recientes, se me ocurrió preguntarme por la razón de que yo estuviera precisamente en este lugar, yo que no soy precisamente un visitador declarado de museos y antigüedades, como le sucede a mi chica, la hortelana. Estaba en ese momento en la sexta planta del museo, un piso dedicado exclusivamente a las obras de un compulsivo coleccionador, Walter Cook, que dedicó una parte importante de su vida a atesorar objetos bellos sea cual fuera su material o soporte; que fueran bellos y armoniosos parece que fuera la consigna. No está mal como finalidad en la vida, me decía mientras paseaba entre las vitrinas donde se exponían objetos de alfarería o metálicos, cuadros, teteras, pequeñas esculturas. Probablemente esa es una de las principales razones de nuestro paseo por el mundo; la historia, la cultura, esa pizca de exotiquismo que buscamos, pero esencialmente el viaje es una especie de rastreo a la caza de cosas bellas y hermosas, selvas, mares, montañas, bosques, cuadros, esculturas, edificios de noble porte y armoniosas y atrevidas formas como el museo de hoy. En estas cosas debería parar una parte esencial del hecho de viajar y, por qué no, de vivir.
Y una hora y media después, cuando ya habíamos recorrido un par de plantas y dejado atrás una prolífica exposición de fotografías y nos habíamos sentado a tomar un respiro, va mi chica y me dice así de sopetón, que antes de morirse le gustaría pasar una temporada en El Chorrillo. Ja, vamos, que ya había visto por ahí alguna foto que le recordaba su casa, ese magnífico entorno de El Chorrillo que construimos con nuestras manos hace ya casi tres décadas, y viéndose embarcada y muy asentada en un largo viaje que a veces parece poder durarnos toda la vida que nos queda (ya andaba ella estos días averiguando por qué parte del Pacífico se encontraban las Islas Fiji, y Tahití, ah, el recuerdo del Gaughin..., y Nueva Caledonia y...,) empezaba a pensar en nuestra casa como si de un destino viajero se tratara, vamos como quien teniendo de hecho su casa en lugares cambiantes del mundo un día quisiera viajar algunas semanas o meses a ese lugar remoto en que se ha convertido nuestro hogar. Seguro que si lee esto nuestra hija Lucía, que preferiría vernos viajar más cerquita por los paisajes de Europa para tenernos más cerca, se echa las manos a la cabeza y ya mismo empieza a guasapearnos pantallas y pantallas de mensajes alarmantes llamándonos al orden. Fue claramente un pronto, una impresión, porque mi chica otra cosa no será pero pirriada por su nieta Ainara y por la Gorda, y por el Cabrero y por el Guilloso y por los añadidos, que dijo mi suegra en unas Navidades y que quedó consagrado en la familia para divertimento de todos como la consecuencia burguesísima en que vivía la abuela de creer que los lejanos ascendientes de un apellido pomposamente caligrafiado Heitzmann, el apellido de mi señora esposa, sólo podían tener añadidos de la misma manera que a una gran parcela llamada España se le pudiera añadir en algún momento una especie de granito llamado Gibraltar; que mi chica pirriada por toda la familia, decía, de seguro que no es capaz de resistir seis meses sin dar un abrazo de oso a toda su family. De todos modos mi chica está cambiando un montón, primero no quería salir de casa por sus gatos, sus perros, su huerta, sus plantas, sus etc., y ahora resulta que casi relega la vuelta a ella como si fuera el lugar elegido para pasar sus últimos meses de vida.
No se creerá pero desde dos semanas atrás era imposible encontrar una habitación en un hotel de Wellington, sólo pudimos pillar una para la noche de ayer, así que nos tuvimos que buscar la vida para las dos noches siguientes, uno de esos lugares maravillosos de uso público y gratuito junto a la playa, con un bosquecito y grandes praderíos. En media hora de tren estábamos de nuevo instalados con vistas al mar. Decididamente éste es uno de los países de los que conocemos que mejor funciona. Es un lugar caro pero en donde se respìra un aire de racionalidad que es difícil encontrar por ahí. Una de las salas que más me llamó la atención esta mañana fue la dedicada a los inmigrantes y refugiados que el país ha recogido desde hace décadas cuando guerras o hambrunas han empujado a ciudadanos de otras naciones a huir del suyo propio. Quitando lo que lógicamente pudiera tener la exposición de, acaso, exagerado, lo cierto es que es un país que ha acogido a miles de inmigrantes que se han incorporado plenamente a la sociedad como otros ciudadanos nacidos aquí en condiciones de total igualdad. Esta multiculturalidad se observa sobre todo en Wellington donde parecen convivir todas las razas del mundo, y donde llama la atenión la diversidad de formas de vestir, de hacer o de comportarse sin que nadie parezca darse cuenta de este hecho.
Tras la comida en el bosquecillo cercano a la playa me había quedado frito mientras me dedicaba a escribir este post, tan repentino me vino el sueño que no tuve en cuenta dónde iban a parar mis gafas. Consecuencia, que terminé durmiendo la siesta tumbado sobre mis gafas. Joder, me dije cuando las recogí aplastadas como si hubiera pasado una apasionadora sobre ella. Estaban planas; planchadas, vamos, pero por lo demás, fuera de que ahora se veían en dos dimensiones, nada parecía haber sucedido. Menos mal, me dije mientras me las ponía sobre el puente de la nariz. Pero coño, pero si no veo, tal como si estuviera sin gafas pero con la particularidad de que los cristales aparecían perfectamente limpios, cosa poco común porque lo más corriente es que los cristales de mis gafas estén siempre hechos una guarrería. Por unas décimas de segundo pensé que algún gnomo de los alrededores me estaba tomando el pelo y me había cambiado las dioptrías de los cristales. Pero, ja, no tardé en descubrir, avispado que es uno, que la razón de la limpieza de mis gafas no era otra que el hecho de que habían perdido los cristales. La verdad es que me sentí jodido por la pérdida de mis gafas, pero aliviado en otro sentido, no, mi vista no estaba aquejada de ningún fenómeno extraño. Mientras encontraba otras gafas no tuve más remedio que dar la vuelta a la montura de la manera que aparece más abajo. Fue el único modo de seguir leyendo el resto de la tarde el extenso poema Adonais, de Shelley.
Por cierto, alguno puede decir por qué alguien que está jodido es que está jodido. Hay cosas en el leguaje que no tienen ni pies ni cabeza -realmente si estás jodido lo que tienes que estar es muy bien, sobre todo si has sido bien jodido y no has sido objeto de una chapuza. Igual que eso, dame el agua, coño, que oyen mis oídos en este instante porque la hortelana, que está haciendo el café, me pide el agua y yo, entretenido con esto, no me entero hasta que alza la voz para sacarme de mi ensueño con ese: dame el agua, coño ;-). Vamos, como para preguntarse eso, que qué tendrá que ver el agua con el coño, además de que así dicho, y con la coma correspondiente, pareciera que soy yo el coño de marras.
Hace en el lugar un viento del carajo, pero hemos encontrado un parapeto vegetal que ni hecho a propósito. Las ráfagas agitan las ramas de los árboles y el viento ulula entre ellos como si fuera a arrasar con su agitar el bosque entero, pero no, éste resiste y usa las cuerdas de sus ramas para componer una sonata que va a servirnos esta noche de nana, el viento y las olas serán un perfecto sonajero para nuestro sueño de esta noche.