¡Resistiré!

 Lovina, Balí, 14 de enero de 2016

Esta mañana tropecé con un texto que llamó mi atención; era de Cristina, la hermana de Victoria. El texto hablaba de los últimos momento de lucidez de la madre poco antes de pasar a un estadio en que, en palabras de Cristina, "se desprendería de todo lo aprendido,  para recorrer la última parte de su camino con sus ojos desbordantes de  inocencia e ingenuidad". Me fui pensando en ello mientras nuestra barca se alejaba de la playa y en el horizonte se iban encendiendo las luces de la mañana. El mar estaba calmo. Dos motores fueraborda ronroneaban monótonamente, sin prisa. Los delfines tardarían todavía un rato en aparecer. 

Después de leer a Cristina he caído en la cuenta de que la precipitación de los acontecimientos en torno a la muerte de mi suegra me habían impedido todavía rescatar sensaciones y vivencias que mi cuerpo seguro que acumuló en alguna parte esperando la mano de nieve (Bécquer, naturalmente) que viniera a poner sobre mi ánimo nuevamente lo que no fui capaz de digerir en la premura de los acontecimientos. 

Nosotros habíamos volado desde Taiwan esperando ver a la abuela todavía con vida. Fuimos directamente al hospital desde el aeropuerto. Cuando nos vio sonrió, su mirada, cercana ya a la inconsciencia, se iluminó por un momento, pero enseguida conectó con otra realidad, miraba al techo intensamente y sus manos se agarrotaban en las de alguno de sus hijos. En algún instante de lucidez, hablando como desde el fondo de un túnel, contaba los sueños de la noche anterior, extrañas historias de infancia que teníamos que interpretar rescatando de aquí o de allá palabras que surgían entre los huecos de la mascarilla del oxígeno como un rompecabezas. El mundo de ella era un impenetrable maglar nocturno entre cuyas ramas chapoteaban resquicios de memoria, el telaje de la vida parecía deshacerse entre las manos como tejido ajado por el sol y el paso de los años. La profunda realidad de la vida en su último esfuerzo por recoger trozos dispersos de consciencia la fatigaba. Pero su aproximación al final no era lineal, incluso en algún momento, ayudada por la medicación, fue capaz, saliendo su voz ronca y quebrada quién sabe de dónde, de cantar alguna estrofa de aquel tema del Dúo Dinamico: "Resistiré". Fue un momento de intensa emoción para todos los que estábamos con ella; mientras su hijo Kike la tomaba de la mano animándola a seguir cantando. A mí se me encogía el estómago de lástima y de perplejidad, de esa cosa profunda que no sé cómo se llama pero que nos emociona hasta las lágrimas. 

Hay momentos intensos en la vida que son tan fugaces que acaso uno necesitaría revivirlos constantemente durante años para no tener la sensación de estar viviendo banalmente. Envueltos como estamos en nuestra vida diaria por cierto grado de nimiedad, esas pequeñas cosas de la cotidianidad, cuesta, cuando nos enfrentamos a las cercanías de la muerte, encontrar el tono anímico y vivencial que nos sumerja de hecho en lo que realmente está sucediendo delante de nosotros. De ahí esa necesidad posterior de querer apurar esos sorbos de realidad que en el momento de los hechos eran excesivos para nuestra constitución. 

Estaba entretenido en estos pensamientos cuando de repente nuestro barquero, emulando al Ismael de Moby Dick subido en la cofia del barco, gritó el ahí "resopla" que indicaba la presencia no de la Ballena Blanca pero sí la de los delfines que venían a darnos los buenos días. Enseguida un tropel de ellos pasó veloz haciendo la ola y enseñando su dorso oscuro y su aleta tiburónica. Una docena de barcos como el nuestro, todos ellos con sus estabilizadores laterales dándoles el aspecto de grandes arañas flotando sobre el mar, se lanzaron enseguida en persecución de la estela de los delfines. Fue un juego que se repitió durante hora y media. Cada vez que se avistaba algún rastro de delfín los barcos torcían la proa y se dirigían como si aquello fuera una regata hacia el nuevo lugar. Pero los delfines iban a su bola apareciendo por aquí o por allá, eso sí, siempre modosos y tranquilos sin dar muestras de que los barcos les importaran un pijo. 

El sol había salido tras una montaña cercana y ahora derramba una luz cálida sobre los fotografiadores de delfines que apuntaban al unísono sus cámaras o sus teléfonos cada vez que veían agitarse el agua a su alrededor. En cosas así consiste esto de viajar, un día te subes a un volcán, al día siguiente te repantigas en una playa y otro como hoy te vas a ver si haces una buena toma de los delfines con el disco redondo del sol como fondo. Pero esta mañana, qué coño, estaban muy perezosos estos bichos, mucha fiestecita haciendo pequeñas olas, pero ninguno despegaba del agua ni daba un brinco como Dios manda. Enseñaban sus lomos, su aleta caudal y subían y bajaban pero de saltitos frente a un sol de amanecer que parecía el decorado perfecto, de saltitos nada, uno que me pilló despistado y que mi cámara que estaba en la luna en aquel momento no pudo recoger y otra toma más en que el delfín parece de todo menos un delfín.  

Cuando nos cansamos de perseguir delfines todavía pudimos recrearnos un rato en contemplar las delicadas luces que la mañana iba encendiendo aquí y allá del mar o entre la apretada vegetación de la costa. Los barcos araña eran también un motivo interesante para combinar con las gamas de colores de la mañana. La estela del sol fue imponiéndose poco a poco hasta dejar un rastro cegador sobre la superficie del mar. Era el momento del regreso.