I love my family

Candikuning, Bali, 17 de enero de 2016

Ellos eran cuatro y estaban tan orgullosos de ser cuatro en uno que lo iban diciendo por ahí con sus camisetas color nieve y sus corazones rojos: I love my family, I love my husband, I love my wife. Lo que está dentro, es mío, es nuestro, puja por salir al exterior, por aquello de que la mitad de nuestro ser es expresión, que escribía Emerson; ya no sólo ese orteguiano yo soy y mis circunstancias, ahora el yo se hace múltiple, se socializa, crece, se instala en la complementariedad y proclama a los cuatro vientos la pertencia mutua. El otro día le comentaba a mi hijo Mario, el cabrero, que espera ser padre para principios de otoño, que ahora tendría que incorporar en su cabeza el concepto de familia, que es hermoso y no sólo la suma de uno más uno más otro. A eso debían de referirse las camisetas que la familia de la foto lucía tan orgullosamente. Fue al final de nuestra jornada viajera, había empezado a lloviznar mientras nos entreteníamos en fotografiar las cascadas de Gitgit cuando aparecieron los cuatro. Me pareció aquel un gesto tan simpático que enseguida les pedí permiso para hacer un retrato del grupo.

Mi vieja aspiración de hacer una buena colección de retratos de familias está empezando a despertar de nuevo. La comencé hace más de una década. Me pareció que podría conseguir una buena muestra fotográfica recurriendo a familiares, amigos y gente conocida para retratarlos junto a sus hijos, pero al cabo de varias semanas la suma de ellos eran tan reducida que el proyecto fue abandonado. Por entonces todavía trabajaba con la fotografía analógica y pasaba largas horas metido en la oscuridad del laboratorio fotográfico haciendo tiras de prueba y consumiendo tardes enteras para sacar tres o cuatro copias decentes en blanco y negro. Aquellos tiempos heroicos han acabado, es una pena, porque el tiempo que pasaba encerrado en la despensa que nos hacía de laboratorio era un tiempo no exento de un encanto muy especial. El metrónomo que me servía para establecer el tiempo de exposición de las copias, a veces larguísimo cuando se trataba de fotografías de gran tamaño; los segundos que transcurrían, siempre un tanto expectantes mientras en la copia, bañada por la escasa luz roja del laboratorio, empezaban a aparecer misteriosamente las formas, desde el blanco indistinto; las primeras suaves tonalidades que tomaban consistencia poco a poco, que crecían hasta que cumplido el tiempo del revelado aparecían en toda su plenitud; y entonces el baño intermedio y el fijador y todavía la espera de unos minutos hasta que era posible encender la luz y contemplar el resultado. En el fondo todo un ejercicio de magia. Por ahí deben de andar aquellos retratos. Quizás cuando termine este viaje (¿terminará realmente algún día?) pueda retomar aquella colección y ampliarla. Es un tema que se repite durante el viaje, cantidad de familias que se retratan aquí y allá, hoy en el Jardín Botánico de Candikuning, ayer en las cascadas de Gitgit, otro día frente al templo de Borobudur. Son instantáneas, uno no puede pararse a componer el cuadro familiar ni dar pequeñas indicaciones, pero a veces la espontaneidad es suficiente.

Ahora revelar una foto cuesta nada, y eso cuando le quieres hacer un pequeño retoque; los que gustamos de la fotografía hemos perdido aquel viejo aliado del silencio y la oscuridad que acaso eran una de esas cosas que sin constituir un fin en sí hacen que una actividad sea una actividad redonda gracias a las circunstancias que se crean en torno a la realización de una buena copia en blanco y negro. Ahora un editor de imagen nos proporciona muchas más posibilidades y resultados muy diversos y satisfactorios, pero la vivencia del laboratorio, del silencio, de la soledad, de la sensación de misterio mientras la imagen surgía de la blancura rojiza de los haluros de plata ha desaparecido. Ahora todo corre a tanta velocidad y nuestra relación con el tiempo ha cambiado tanto que me temo que si tuviera que pasar las horas que antes transcurría en el laboratorio la vida no me iba a dar para casi nada. Sucede sin más con este viaje en el que al cabo del día hemos pasado por tantas circunstancias distintas, visitado tantos paisajes y fotografiado tantos rostros que materialmente no tenemos tiempo para organizar las fotografías y darles algunos pequeños retoques. Solamente de ayer, que puede ser un día típico de actividad viajera, el número de tomas sobrepasaba ampliamente el centenar. La mayoría van a la basura, claro, pero es que frecuentemente el paisaje, los motivos, los rostros, las cascadas, el juego de luces, las hojas por los suelos envueltas en la media luz de la jungla, los pájaros, las corrientes de agua, los musgos, los bosques de bambúes, las cascadas, todo ello sería suficiente para llenar una docena de carrentes de las antiguas cámaras analógicas.

Yo mismo no estoy muy seguro de saber si lo que quiero es viajar o, por lo contrario lo que busca mi ánimo es sumergirse en situaciones en las que pueda hacer buenas fotografías, en actividades que de un modo u otro motiven mis ganas de escribir. Estoy casi seguro de que que si no fuera por la fotografía y la escritura no habría sido capaz de arrancarme de mis costumbres en torno a mi casa, mi cabaña y mis hábitos corrientes de leer y pasear por los alrededores de El Chorrill