Viajar, ¿una "catarsis religiosa"?

El Chorrillo, 14 de diciembre de 2015
"En el país de los sherpas cada senda está bordeada de montoncillos de piedras y banderolas de oración, que nos recuerdan que el verdadero hogar del hombre no es la casa sino la ruta, y que la vida en sí misma es un viaje que hay que hacer a pie" (Bruce Chatwin)
He tardado un día y medio en localizar un libro de mi biblioteca del que no recordaba el título ni su autor. Tuve que rastrear por Internet las conexiones que me pudieran llevar a él. Primero de todo fue buscar, al fin un rastro, una novela que lo relacionaba con mi autor pero ajena a él, Un viejo que leía novelas de amor. Ya tenía algo, se trataba de Luis Sepúlveda, del que tenía leídos algunos libros, pero cuyo nombre mi memoria no quería recordar. Joder con mi memoria, la de equilibrios que tengo que hacer a veces para encontrar datos que se me perdieron. Bien, una vez localizado a Sepúlveda la cosa ya fue más fácil. Sabía que Sepúlveda se había encontrado con mi autor en Barcelona y que ese hecho aparecía en una novela que tenía que ver con la Patagonia. Resultó ser Patagonia express. Logré un pdf de la novela en Internet, tecleé la palabra Barcelona y allí mismo encontré lo que buscaba: "Mientras espero, pienso en aquellos dos gringos viejos que movieron los frágiles hilos del destino y consiguieron que Bruce Chatwin y yo nos encontráramos cierto mediodía invernal en la terraza del Café Zurich de Barcelona". ¡Guauu! Victoria, que me ayudaba a rastrear el libro por toda la casa y que en ese momento miraba por encima del hombro el resultado de mi búsqueda, tardó medio segundo en localizar el libro en lo alto de la librería: Chatwin, arriba del todo, entre Chateaubriand y Chejov, se encontraba mi libro, un grueso tocho titulado Los viajes, que recogía tres obras diferentes, una de las cuales había dejado yo de leer, Los trazos de una canción, para cuando en algún momento me decidiera visitar Australia. Mi memoria es fatal pero tiene una gracia muy particular, a veces le basta una pequeña chispa, un comentario intranscendente, para que en ella se abra la expectativa de un misterioso camino que tanto me puede llevar al paisaje de la lejana infancia como a las páginas de un libro perdido del cual olvidé todo su contenido, pero que acaso en alguno de sus párrafos guardaba el fulgor de algo que quedó vibrando en mi ánimo, solitario, pero vivo, perdido, en el tiempo, en la acumulación de miles de páginas, pero, ah, dispuesto a brotar, Dios sabe por qué razón y a través de qué rutas, cuando la necesidad lo reclamara.
Me había quedado en la memoria que Chatwin no era muy querido en Australia, después de que con su escritura desbrozara alguno de los aspectos más sensibles de la relación que los australianos habían tenido con los aborígenes del país. Ese fue el dato que como hilo de Ariadna despertó en mí la curiosidad de encontrarme con una lectura que me acompañara en los primeros días del viaje que reemprenderemos pronto rumbo a Indonesia y Australia. Un buen augurio, porque como decía ayer, alimentar un viaje con la lectura de buenos libros puede ser determinante para una parte del éxito de la aventura.
De modo que esta mañana, que andaba algo despistado, desde que he regresado a Madrid no hay día que no lo esté, ya parece que me he encontrado un divertimento de altura adecuado. El divertimento es Chatwin, el alma de uno de esos viajeros cuyos genes jugaron la baza de convertir al susodicho en un espíritu inquieto empeñado en dedicar los años de su vida a trotar de una parte a otra del mundo. Abro el libro, lo hojeo y cada pocas páginas me encuentro rastros de polillas e insectos en sus páginas. Deduzco por ello que el libro fue leído en alguno de los largos viajes de verano, ¿la hora?, probablemente la caída de la tarde cuando aparcábamos nuestra furgoneta familiar en algún bosque y pasaba el resto del día enzarzado en una partida de ajedrez o metido en las páginas de un libro. Leer libros de viajes cuando estábamos de viaje era una redundancia que se imponía en aquellos tiempos. Además, como mi condición de conductor en un grupo de cinco, nuestros tres hijos y Victoria, me exoneraba de las tareas domésticas de la cocina y preparación de nuestro campamento para pasar la noche, el resultado eran esas placenteras horas entre los libros en donde polillas, mosquitos y salamanquesas se arremolinaban alrededor del foco de lectura y mi libro.
Salto algunas páginas más y me encuentro con el primer subrayado, la paleontóloga sudafricana Elizabeth Vruba, le dice a Chatwin: "El hombre ha nacido en medio de la adversidad. Y la adversidad en este caso es la aridez" (en estos días de elecciones diríamos: el hombre ha nacido en medio de la adversidad. Y la adversidad en este caso es la demencia de los que siguen pensando que van a votar al PP). Los subrayados se suceden por aquí y por allá a lo largo de las ochocientas cincuenta páginas del libro. Es una tarea alentadora la de consultar un libro que hace décadas leíste cuando éste se encuentra plagado de subrayados. Unas páginas más allá le toca en suerte a un dicho sufí: "Libertad es la ausencia de elección". ¿No está mal, verdad? Tomemos nota. Cuando Bruce Chatwin habla de Malraux, enseguida mi vista se fija en esta línea subrayada con cierta profusión: "La obra maestra de Malraux es su propia vida", que me recuerda enseguida aquella otra afirmación de  Oscar Wilde de que no hay mejor aspiración que la que consiste en hacer de la vida un arte. Una decena de páginas más allá Chatwin cambia de sujeto y ahora es Wernerg Herzog, con él perora del hecho de caminar, me llama especialmente la atención por el carácter sacramental en que coloca el asunto. Dice Chatwin: "Era la única persona con la que pude mantener una conversación sobre lo que podríamos llamar el aspecto sacramental del hecho de caminar. Ambos compartíamos la idea de que el caminar no sólo es terapéutico en sí, sino que es una actividad poética que puede curar al mundo de sus males".
Como parece que todos somos selectivos con lo que vemos o leemos, casualmente los subrayados con los que tropiezo están todos en el ámbito de mis propias reflexiones, en un capítulo que habla sobre las invasiones nómadas, al poco me encuentro con una afirmación que de ser aparentemente infundada en un primer vistazo pasa a parecerme coherente e iluminadora. La afirmación es ésta: "Los nómadas son notoriamente irreligiosos". ??? Quizás siguiendo la argumentación tenga oportunidad de hacer desaparecer los interrogantes. Y se explica así: "Muestran poco interés por las ceremonias o las declaraciones de fe debido sobre todo a que la migración es en sí misma un rito, una catarsis "religiosa" revolucionaria en el sentido estricto en que cada plantada de las tiendas y cada levantamiento del campamento representan un nuevo comienzo. Por otro lado, si suponemos que la religión es una respuesta a la angustia, el nomadismo debe satisfacer alguna aspiración humana básica, que el sedentarismo no colma". Ya que este blog es un libro de viajes, y que tanto tiene que ver con el hecho de caminar, quizás en estos datos sea posible encontrar alguna de las razones que el caminante y el viajero buscan constantemente para explicar ese asiduo deseo de patear el mundo. Explicar la no necesidad de religión en el hecho de que para el que instala su tienda cada día en un valle, un bosque o una cumbre (y algo parecido podría decirse del viajero en su constante ir de un lado para otro) aquello constituye un rito, una catarsis "religiosa" por lo que tiene de un nuevo comienzo constante, me parece una brillante idea para no cejar en el hecho de asentar esos hábitos que uno practica habitualmente. Que cada día aparezca como el comienzo de una nueva vida que acaba cuando llega la noche, es una idea fértil que recoge también brillantemente el budismo.

Aunque otros han sugerido que los millares de muertos que iban señalando el paso de Gengis Khan son prueba del instinto primario del hombre de atacar, dominar y matar a los de su propia especie, también es cierto que en el hombre existe ese espíritu roussauniano que obra en sentido contrario. Parece adecuado, por otra parte, atribuir a la naturaleza humana una tendencia compulsiva al movimiento en el sentido más amplio  de la palabra. "El acto de viajar contribuye al bienestar físico y mental, mientras que la monotonía de la sedentarización prolongada o el trabajo regular provocan en el cerebro ondas que causan fatiga y sensación de desvalimiento. Buena parte de lo que los etólogos han agrupado bajo el rubro "agresión" no es sino la respuesta airada a las frustraciones del confinamiento".