La hortelana se pone firme

Dunhuang - Xian, 25 de octubre de 2015

En uno de mis últimos posts reflexionaba sobre la forzada pobreza en la que el viajero moderno se ve obligado a transitar si se atiene a los cánones de las guías y a los caminos trillados que éstas o los tours organizados le ofrecen.

Perdón, un paréntesis, los chinos están locos. Llevamos media hora de tren, viajamos hacia Xian, y poco más arriba de nuestras orejas truena una megafonía que durante un par de minutos dice reiterativamente lo mismo. Le sigue una música suave de otros dos minutos, la misma siempre, y a continuación la voz de una mujer vuelve a repetir su parlamento. Ininterrumpidamente, constantemente... Me pregunto si durará esto la totalidad del viaje, porque si es así va a ser para volverse loco. La monotonía del desierto atravesando la ventana con alguien repitiendo la misma cosa durante horas puede ser funesto para nuestra salud mental. Los chinos realmente están algo locos, no sé si sólo sus gobernantes o una parte importante de la población. Ayer empleamos toda una tarde en investigar
el modo de acceder a Internet desde terminales locales, Internet cafés o similares: imposible. Sólo se pueden visitar escasas páginas, no puedes acceder a los buscadores, ni al correo, ni a las redes sociales, tampoco puedes leer el periódico (algunos con extensión punto es solamente). Esta gente ésta totalmente incomunicada con el mundo, es como vivir dentro de una burbuja. Otro detalle para los futuros viajeros con destino China, cualquier lugar que pueda ser interesante para dar un paseo, unas montañas, una zona de dunas, y no digamos monasterios o similares exige un pago que puede oscilar entre los nueve y los cuarenta euros; y no sólo eso, tienes que someterte a unos extrictos horarios. Si quieres pernoctar dentro de uno de estos lugares puedes hacerlo, pero a costa de pagar un precio ridículamente alto. ¿Alguien puede imaginar lo que podría ser una política similar en España, criterios así para ir a Gredos, Guadarrama o la Pedriza? Toquemos madera porque también en nuestro país hay síntomas de locura que quién sabe si algún día lleguen a invadir nuestra sufrida patria. 

Reflexionaba, decía, sobre esta light condición de viajero que tan complicada es de abandonar. Sería lindo dejar a un lado los caminos trillados, las rutas comunes y perderse por las montañas o selvas del mundo, lugares fuera del tránsito corriente del turismo, pero, o necesitas un altísimo presupuesto o tienes que echarle una cantidad de arrojo que generalmente no está al alcance de todo el mundo, teniendo en cuenta, además que por mucha cantidad de arrojo que le eches nunca podrá éste sustituir enteramente a la pasta que exige desplazarse y vivir en medianas condiciones de salubridad. Esto viene a cuento de que hace tiempo que echo de menos ese ambiente que me proporcionan mis largas caminatas ya sea por las montañas o por la estepa castellana, esa sensación de estar a tu propia suerte junto al mar, en un trozo de desierto o en las profundidades de un bosque. Aquí, en China, donde no es posible tirarte un pedo sin que alguien esté controlando la densidad de tus ventosidades, esa sensación es todavía más acuciante. Y no te digo si lo que quieres es visitar los alrededores de Lhasa o el campamento base del Everest, entonces apaga y vámonos, porque en tales casos vas a tener que echar una instancia hasta para ir a mear. A un metro de ti siempre tendrás un guía o un representante del país que te estará observando, eso sin contar la pasta que tendrás que soltar por los permisos, el guía, el conductor, el recepcionista del hotel o la biblia en verso. En algún momento de este viaje proyectamos ir a Tibet, miraba con cierta simpatía ir al Campamento Base del Everest, pero sentía que algo se me resistía por dentro. En China han hecho de este campamento uno de los negocios turísticos más rentables y notorios. Decía Reinold Messner que subir al Everest no era ya hacer montaña, aquello era simple turismo. Y me imagino la cosa. Todo el mundo quiere estar en el libro gordo de Petete, haber pisado la montaña más alta, visitado la cosa más grande, la más lejana, tener el último modelo de IPhone, ese tipo de cosas. Eso que la inescrutabilidad de los filósofos, creo, llaman la cosa en sí, la montaña y todo lo que ella encierra de aventura, de soledad, de esfuerzo, sólo interesa a un pequeño porcentaje de la gente. Las masas me asustan, encontrarme una mara de gente uno detrás de otro como quien va en peregrinación sólo para hacerse la foto junto a la Mona Lisa del Louvre o en el campamento base del Everest, tanto monta, va contra mis más íntimas convicciones. Quizás por ello  al mismo tiempo que yo especulaba la posibilidad de atravesar Tibet, viaje que quedó cancelado cuando supimos que el paso con Nepal estaba cerrado, dentro de mí se producía una reacción indefinida que parecía negarse a pasar por el aro de los gustos del turismo de masas por mucho que la montaña sea una de mis grandes pasiones.

Día de viaje, día gris, feuchito, de esos en los que lo más oportuno que puedes hacer es sumergirte en las profundidades de las páginas de un libro y pasarte el día leyendo. El desierto es plano, aburridamente reiterativo, tierras oscuras y dispersas, matas, algún rendido eléctrico para acompañarlo. Victoria, que cuando algo le jode no se corta un pelo, ha terminado terminado hartándose de la megafonía que empezaba a entontecernos, ha agarrado el traductor de Google, ha tecleado allí no sé qué que el teléfono ha volcado en una pantalla azul como un grito y se lo ha puesto a la interventora en las narices mientras que con el dedo índice de la otra mano señalaba al altoparlante. Yo, como curioso que se para frente a un accidente de carretera a ver cómo sacan el cadáver del conductor de la cabina del camión accidentado, he asomado las narices por el pasillo a ver cómo lidiaba mi chica la faena en tan complicada situación idiomática y date, pasmao me he quedado, cuando veo sonreír a la interventora, hacer una pequeña carrera por el pasillo y accionar determinados interruptores que acallan de inmediato al loro que nos viene mareando desde el principio del viaje con su discurso de disco rayado. ¡Milagro!, mi chica es genial, de golpe el silencio. del vagón me ha parecido el mejor regalo que me podían hacer para el día de hoy. Ah, bueno, la proeza de mi hortelana no ha parado ahí, que a la chica de enfrente se le salían algo las voces por los auriculares (estos chinos además de estar locos se van a quedar sordos) y también a ésta ha logrado poner a raya a base de pantallazos del Google Translator propinados como en la cabeza de la ya mismo amedrentada viajera que inmediatamente ha ajustado el volumen de sus auriculares de modo que el compartimento sea definitivamente un convento de clausura donde sólo el traqueteo del tren tenga cabida. Jo, tengo que cuidar a mi chica, estoy descubriendo que después de cuarenta años de casado tengo un tesoro a mi lado...