Almaty - Urumqi, Kazajstán, China, 18 de octubre de 2015
"El alba vuelca sus rosas en la copa del cielo...
En el aire de cristal se desgrana el canto del último ruiseñor...
El aroma del vino es más suave...
¡Y pensar que hay insensatos que en esta misma hora sueñan con riquezas y distinciones!
¡Qué sedosa es tu cabellera, amada mía"
(Omar Khayyam, "Rubaiyat")
¿Qué tendrán los poetas, los poetas y los guerreros para que sus nombre y sus estatuas ocupen las principales calles y monumentos de Asia Central?
La estepa se extiende monótona y uniforme por todos los lados más allá del horizonte. Tatá tatá, tatá tatá,
tatá tatá, el familiar traqueteo del tren, incansable metrónomo de nuestra jornada de viaje rumbo a China, sustituye en el pentagrama de la mañana al reloj de pared de una vieja mansión en donde el tiempo se hubiera ralentizado y el tictac fuera el sólo testigo de que ayer y mañana existe. La llanura kazaja, en uno de de los países más grandes del mundo y en donde sólo al norte y junto a Almaty el terreno se eleva sobre la horizontal con altas montañas, es de una monotonía abrumadora, hierbas secas, arena, nada, aquí y allá de tarde en tarde algunas cabras pastando, unas pocas casuchas entre las cuales se ve corretear a algún crío, nada altera la perfecta desnudez del entorno. La lluvia de estos días no ha sido capaz de hacer brotar siquiera briznas de verde en el paisaje.
El tren rodó toda la noche mientras mis sueños se refugiaban en las calles de una ciudad india donde yo trataba inútilmente de encontrar el camino de un aeropuerto. Ocupamos hoy un lugar de excepción en el tren, un compartimento para nosotros solos de esos que uno imagina en las escenografías de las novelas de Agatha Christie, corredores y compartimentos alfombrados, cortinajes y visillos en las ventanas, el susurro de las conversaciones, también esto es un ornamento para los oídos, la máquina de agua caliente para el té... no falta nada para hacer agradable el viaje. Nos espera un día y medio de tren antes de llegar a Urumqi. Estos días atrás leía sobre la vida en la estepa de algunas familias mongolas que tras la debacle soviética habían dejado Ulan Bator para volver al vivir en el campo, en las mismas yurtas que habían utilizado las pasadas generaciones; habían vuelto a hacerse cabreros y no abominaban de ello. La vida allí era dura pero tenían la comida asegurada. Es el único tipo de vida que adivino en toda esta estepa donde sólo raramente aparecen algunas casas destartaladas.
Hacemos una parada en Aktogay, un cruce ferroviario del noreste. Hace frío. En el andén en una fila de puestos se vende comida, en una pequeña barbacoa hecha de retales se asan pinchos de kebab. Los puestos los desmontarán media hora después cuando el tren esté a punto de partir.
El tren ha cambiado de dirección, ahora nos dirigimos al este, directamente hacia la frontera china. Un cielo plomizo pesa sobre la estepa entera. Pienso en esa vida inquieta que llevaron Genghis Khan y sus amigos, esa inquietud por "conquistar" el mundo, miles y miles de kilómetros de atravesar desiertos, estepas y montañas para someter a otros pueblos, saquear ciudades, tener la satisfacción de ser "más poderoso", la vida dedicada a la depredación, al duro trabajo de subsistir a todos tipo de calamidades de años de cabalgar medio mundo en pos de... ¿en pos de qué? En veintipocos años Genghis Khan forjó uno de los imperios más grandes de todos los tiempos, de este a oeste desde Corea a Hungría, y de norte a sur, desde Rusia hasta la India y los actuales países árabes. Doscientos años después el imperio mongol había desaparecido totalmente. Es parecida la historia posterior de Tamerlán, aunque éste dedicará una parte importante de su esfuerzo en levantar bellos edificios públicos. Y si vamos más lejos nos encontramos con la historia del Islam con parecida suerte pero donde la locura llega al paroxismo de que el omeya o el sasánida de turno matará a todos sus hermanos y descendencia o cegará a su padre a fin de asegurarse la sucesión al trono. La historia es una continua reiteración de locos de atar que no sabiendo vivir en la paz de sus hogares salen al mundo a "conquistarlo", matar, exterminar, masacrar, hacer fluir ríos de sangre, para unos años después morirse, como es el destino de todo ser vivo, y sanseacabó.
Sí, queda la "gloria" de haber conquistado tales y cuales tierras, algo que les otorgamos a determinados personajes por más que fueran sanguinarios, asesinos y mala gente. Me admira cómo la posteridad luego rinde homenaje a estos locos exterminadores de hombres; verbo admirar; me admira, por ejemplo la admiración que levantó siempre Napoleón que encuentra en Stendhal sin ir más lejos uno de sus mayores admiradores. Esa admiración que se extasía ante estos hombres, estos hechos de la historia como uno de los grandes desvaríos de las gentes de todos los tiempos. Los más de cien millones de muertos de las últimas guerras del pasado siglo todavía tienen sus mentores, sus cementerios, las lápidas a lo largo y ancho de la Europa que recuerda a los muertos, pero de ahí para atrás pareciera que los muertos no tienen lugar en la historia, que pertenece sin lugar a duda a esos nombres propios causantes de las mayores miserias de la Humanidad, en estas tierras personajes que son homenajeados en plazas y calles de todas las ciudades y que sin embargo fueron una suerte de muerte y horror constante para aquellos pueblos que atravesaban.
El mundo es vasto, enorme, lo atestiguan estos cuatro meses que llevamos desplazándonos en tren, barcos, coches o autobuses, sin haber conseguido atravesar en ese tiempo una pequeña parte de él, y sin embargo, junto a él la estupidez humana es infinita; y estas estepas son testigo de ello desde los tiempos de Genghis Khan hasta la reciente invasión del pasado siglo por los rusos de las tierras de Asia y Europa "con la intención de traer la igualdad y la felicidad a todos los proletarios del mundo".
Reflexiones así surgen esta mañana de la sobriedad del paisaje y de la monótona cadencia del traqueteo. Sin embargo hay más, una paradoja en la que cualquier viajero que haya recorrido estas tierras habrá reparado yendo de un lado a otro de las principales ciudades de estos países. Los gobiernos, las instituciones, los ciudadanos no sólo aman a esos sanguinarios personajes que arrasaron, saquearon ciudades e hicieron correr ríos de sangre, también se sienten orgullosos de sus poetas. En las ciudad de Dushanbe la calle que vertebra la ciudad se llama Rudaki, el poeta más notorio del país; en Almaty su principal calle y muchos de los monumentos y de la ciudad están dedicados a Abay, un poeta del final del siglo XIX; en Yerevan, la principal arteria lleva el nombre de xxxx, creador del alfabeto armenio; en Uzbekistán tres o cuatro poetas coparon las estatuas públicas y el nombre de las principales calles; en Georgia un pueblo lleva el nombre del poeta nacional; en Bishkek la calle principal, su plaza más notoria esta dedicada a Manas, el héroe de un extenso poema anónimo tres veces mayor que la Iliada al que se otorga la condición de héroe de todos los tiempos
Qué signifique esta paradoja, la estima por igual de poetas y guerreros en la conciencia colectiva de los pueblos de Asia Central, es algo que se me escapa de momento. Quizás más adelante intente reflexionar sobre ello.
"Los sabios no podrán enseñarte nunca nada,
mas las caricias de unas negras pestañas de mujer te revelarán la felicidad.
No olvides que tus días sobre la tierra están contados, y que bien pronto volverás al polvo.
Trae vino, busca un lugar al abrigo de importunos,
y deja que la vid te consuele".
(Omar Khayyam, "Rubaiyat")