Bishkek, Kirguistán, 5 de octubre de 2015
Amaneció una agradable mañana de sol en Bishkek, más agradable todavía por el lugar donde nos hospedamos, una vieja casa con patio y jardín guardada por una pareja de gatos.
Ayer viajamos entre Osh y Bishkek, un hermoso recorrido que cruzaba a las medias luces de un crepúsculo avanzado dos altos puertos cubiertos de nieve rodeado de solitarias montañas bañadas por un reciente manto blanco, que había rodeado antes un gran lago junto a la reserva de Toktogoul, con sus montañas color canela erosionadas en graciosos ribetes de ocres delicados y que no pude fotografíar desde mi asiento trasero del taxi; había rodado, en fin el paisaje frente a nosotros como un fiel amigo que se despierta cada mañana para decirnos cuánta belleza encierra la vida y la tierra ésta donde nos ha tocado vivir.
Llegamos casi a media noche a Bishket y nos costó encontrar nuestra homestay, escondida a esas horas de la noche entre los emparrados de una callejuela y los montículos de tierra prensada. Hubimos de recurrir a dos jóvenes que terminaron llamando por teléfono a la dueña que salió a buscarnos en la oscura tranquilidad de la calle. ¿Quién nos iba a decir a nosotros que diez minutos después, de pies en el patio de una casa que pertenecía al paisaje de mi niñez, sencilla, rodeada de parras, con esa sencillez con que se vivía en los años cincuenta cuando los geranios crecían en botes de hojalata o el baño dominical se hacía en un gran barreño de cinz previamente calentado al sol, quién nos iba a decir que diez minutos más tarde estaríamos hablando de García Lorca, de Antonio Gades, de Granada, hablando entusiasmadamente de flamenco, hablando de flamenco en un país de cuya existencia muchos de nuestros paisanos dudarían? El caso es que hablamos largo y tendido con Lisa y su hija Kathia antes de irnos a la cama.
Era tarde pero ya en la cama no pude resistir la tentación de poner en funcionamiento mi teléfono para seguir la lectura del libro de Skármeta que había comenzado días atrás. Las muchachas en flor, que ya causaran intensa fiebre amorosa en el sofisticado Proust de "En busca del tiempo perdido" obligándole a un desvarío literario de cientos de páginas, había acometido al protagonista de la novela con parecida o igual fuerza que lo hiciera al personaje de "Lolita", la novela de Vladimir Nabokov, y ahora un prestigioso doctor alemán que flisaba los cincuenta, se encontraba, tras un fulminante flechazo en la persona de una campeona de tenis que apenas había cumplido los dieciséis años, en una calamitosa situación social y moral que tanto le podía inducir al suicidio como a abandonar profesión, prestigio y fortuna siguiendo así la ardiente quemazón de una locura amorosa abundantemente alimentada por la joven tenista, muchacha en flor maravillosamente dotada no sólo para el tenis sino también para la seducción.
¿Cómo dejar aunque fueran las dos, las tres de la mañana la continuación de la lectura, dejar sin atender esa aldanada aunque a uno le pareciera que el egregio doctor estaba a punto de perder todos los papeles, incluida la cordura más elemental? Cuando uno se encuentra con ciertas páginas de tan bien tejida literatura es imposible abandonarlad. Nada importan entonces los viajes, que estés en Kirguistán o en el Polo Sur es lo mismo, el virus de la lectura se te ha metido por el cuerpo y entonces estás perdido, hay que seguir leyendo. ¿No recordáis alguna de esas noches excepcionales en que comenzasteis un libro a la caída de la tarde y, secuestrados por una intensa lectura, no fuisteis capaces de abandonar el libro hasta que "la aurora de rosados dedos" (una vez más) no entró por el hueco de vuestra ventana? Pues así parecía que fuera a suceder la pasada noche. Por cierto, que viene a cuento citar también al protagonista sobre esta particular pasión de la lectura. Hela aquí la cita: "Libros son leídos en esta vida por los grandes aventureros del alma, aquellos que resisten los embates de la mediocre realidad y no desesperan de hallar la belleza en la literatura y la vida. La gente que lee libros lleva en su mirada un brillo que lo distingue entre multitudes"
Pero acaso sea sólo esto una disculpa para hablar de ese fenómeno que es capaz de arrastrar a personas inteligentes y con experiencia a perder todo rastro de cordura ante un inconfesable enamoramiento en la persona de alguna de esa muchachas en flor con las que tanto Proust como Navokov hicieron tan buena literatura. Lo que estas mozas de tez de melocotón y mirada risueña y dulce son capaces de desencadenar en el género masculino nunca lo sabremos; dado como se defiende el género humano con los tabúes y lo profundo que ciertos deseos y sentimientos vienen a esconderse en lo hondo de la conciencia, siempre será arduo saber en qué grado esa media humanidad masculina se ve subyugada por el céfiro de las muchachas en flor, cómo y en qué manera afecta a sus glándulas y a sus neurotransmisores, de qué modo la ternura, el sexo, el deseo de protección de tan angelicales criaturas viene a despertar en sus cerebros un complejo número de mecanismos que en el peor de los casos puede desembocar como en el libro de Navokov o de Skármeta en un complicado cuadro clínico.
Así que ojo: estás avisado. Atención a no adentrarse por la cuesta abajo de esa belleza demoledora, esa exquisita hermosura que ronda las calles del mundo. Quizás se me juntó el hambre con las ganas de comer. Me explico, sucedió que en nuestro viaje entre Osh y Bishkek paramos a comer en una hostería que, cielos, como si se tratara de una beatífica aparición, estaba servida por ninfas, nereidas, ondinas de tan extraordinaria belleza y candidez que difícilmente uno podía dejar de soñar el resto de viaje con ellas (ahí queda algún muestrario fotográfico para ilustrarlo, que las muchachas en flor de carne y hueso, dóciles y dadas a disfrutar con el juego de nuestras cámaras se aprestaron de buena gana a ser fotografiadas). Digamos como aquel: "Hermano, no te pueden meter en la cárcel por lo que estás pensando".