El borrachín, el sordomudo y el musulmán

Beyneu (Kazakhstan)-Kungrad (Uzbekistán), 13 de septiembre de 2015

Llevábamos horas en la estación de Beyneu y en las literas de enfrente continuaba sonando como un disco rayado la voz de nuestro bebedor de vodka que parecía estar hablando con el alma de algún difunto de la familia. Se mantenía erecto sobre su asiento y con los ojos muy abiertos parecía dirigirse a un fantasma que sobrevolara por encima de su cabeza al otro lado del compartimento. El resto de su familia dormía ajeno a sus desvaríos.

Las once de la noche. Esto es una sauna. Durante la tarde noche el vagón se nos llenó de policías y soldados varias veces, tanto los que nos despedían como los que nos recibían resultaban poco simpáticos, ya sabéis, esa fauna que corretea en las fronteras, en este caso un variopinto mestizaje de razas de nuniformado con los que, cuando nos entendíamos, "hablábamos" de fútbol y de Messi. Junto a ellos había otros con los que había que tener cuidado asumidos como estaban en su papel de responsables del orden del país y del tránsito de la frontera. Entraron tantas veces, nos hicieron rellenar tantos papeles y nos miraron algunos como si fueran agentes de la Gestapo que... Luego sigo con la historia de los polis.

El tren está parado desde hace bastante tiempo, quieto como un muerto no respira, sin embargo esporádicamente, como a quien le da una tos repentina, se produce un brusco meneo. Estamos en la cola del tren y nuestros vagones deben ser desenganchados para unirlos a otro que viene del noroeste. Horas. Ni una brizna de aire, el acre sudor de la acumulación humana se pega a todo el cuerpo.

En la microSD que me había subido a mi litera sólo estaba disponible "Alexander Newsky" y tres películas argentinas que no me interesaban. Entre ellas "Historia de un niño solo", que había visto hace años y cuya banda sonora actual me era imposible entender, no sé si por un problema mío, tan mal ando del oído, o por culpa de la cinta; resultó el caso de que su espléndido blanco y negro no fue suficiente para sacarme de la sauna y forzar mi atención.  Quizás la de Eisenstein me hubiera refrescado un poco recordando aquella batalla que se desarrollaba sobre un lago helado, pero ¿cómo escuchar una película así en medio del follón que tenía lugar en el compartimento con el borrachín interrumpiendome a cada momento para soltarme alguna larga parrafada en uzbeco que en absoluto comprendía? Esbozar de vez en cuando una sonrisa estúpida cuando su cabeza asomaba a la altura de la mía echándome encima el aliento de su vodka impedía que me concentrase. Con este agobiante calor húmedo es imposible hacer otra cosa que no sea intentar dormitar y secarse continuamente el sudor. El calor tampoco deja dormir a los viajeros que van de una parte a otra del pasillo intentando pillar un poco de aire.

Una o dos horas más tarde me despierta alguien que agita mi hombro indicando que baje de la litera. Todos abajo. Quizás era media noche. Me caía de sueño pero estas cosas no van de broma, así que abajo y a poner cara de buenos chicos. Después de una hora los de uniforme de camuflaje nos devuelven los pasaportes.

De todo el pasaje con quien mejor nos entendíamos era con el sordomudo. No había sido yo hasta ahora tan consciente del consumado y sofisticado lenguaje de esta gente. Después de malcomunicarnos durante tanto tiempo encontrarse con un sordomudo es una delicia. Me encantaba la elegancia con que sus pequeños párrafos hechos de gestos precisos y comprensivos se iban hilando frase a frase hasta terminada la idea que quería expresar. A estas alturas del viaje no estoy seguro de si el idioma inglés me va a ser tan útil como la lengua que usa este hombre de aspecto mongol, que con su trato afable y ojos tranquilos ha conquistado toda nuestra simpatía. Es obvio que nuestro lenguaje de gestos es de una pobreza sin paliativos en comparación con el dominio que tiene de él nuestro improvisado compañero de viaje.

Nuestro amigo musulmán, de cuyas creencias tuvimos cuenta al día siguiente cuando le vimos rezar en medio del tumulto del ir y venir de los vendedores ambulantes que copaban el pasillo con sus fardos y su mercancía. En eso se había convertido el tren después de la última aparición de la policía y los aduaneros, en un enorme zoco, así que como no era para menos al mercado sólo le faltaba una mezquita que, inesperadamente  fue montada en la cabecera del vagón; cuando me di la vuelta para atender lo que me parecía el arruyo y salmodia de una oración, me encontré a un mulhá con su bonete de lana recitando sutras del Corán rodeado por un grupo de adeptos de Alá. Nuestro amigo musulmán se había sentado con las piernas cruzadas como los sioux y acompañaba con su oración al mulhá. De su rostro había desaparecido cierto gesto de esa sorna que acompaña a la gente que gusta sacar un chiste de cada palabra que oye y ahora rezaba devotamente mirando a la Meca; por cierto, que gran misterio es ese de que todos los musulmanes sepan localizar desde cualquier lugar la dirección de la Meca sin necesidad re gps. Terminadas las oraciones Rashid volvió a ser el de antes, un hombre con buen sentido del humor capaz de reírse de su sombra siempre que Alá no estuviera de por medio.

El tren entró en la estación de Kungrad tres horas antes de la hora prevista, cuatro casas en medio del ese mismo desierto en que nos introdujimos ayer al mediodía. Aquí esperaremos el próximo tren hasta mañana.