Batumi, Georgia, 11 de agosto de 2015
Un viaje en microbus a través de las quebradas de las montañas de Kackar da para recorrer la vida de aquí para allá mientras este cacharro, nuestro minibús, se bambolea y se agita junto al precipicio del río; no por lo prologado del viaje, algo más de una hora de accidentada pista, sino simplemente porque me remite a modos de vida lejanos que al confluir con el mío me provocan y me hacen contemplar la vida de esta gente con especial interés.
El vehículo va al completo, la baca hasta los topes cargada con paquetes, bolsas, sacos, algunos bolsos de viaje; mujeres, hombres y niños se apelotonan en este pequeño espacio guardando un silencio de iglesia. Debe de ser la hora, a las seis de la mañana y con este traqueteo la mitad del pasaje duerme. Los niños, que lo hacen en los brazos de los adultos, son inmunes a los golpetazos que nos hacen saltar a cada momento en el asiento. Todas las mujeres, la mitad del pasaje, van canónicamente cubiertas con pañuelos de vistosos motivos geométricos. En estos valles todo el mundo se conoce, el dolmus (los pequeños microbus que hacen este servicio) es el alma de la comunicación y la circulación de mercancías en las múltiples arterias en que se divide el valle de Barhal. Los dolmus llegan prácticamente a todas las aldeas. Comento con Victoria lo difícil que es encontrar muchas veces un autobús en los pueblos del Pirineo Aragonés o Catalán. Una curiosidad que no deja de llamar la atención cuando aquí no hay aldea a la que no llegue un medio de transporte.
Este tipo de viajes son los que mejores pulsiones dejan en el viajero; y, curiosamente, cuánto más incómodo y riesgoso sea el viaje más huella dejará en ti. Los viajes por los valles del Himalaya, por el Karakorum, por Nepal dejan siempre una huella inolvidable. Quizás ese ir y venir de mis pensamientos mientras oigo rugir al río a mis pies tenga que ver con lo que provoca en mí la acumulación de los recuerdos por valles similares junto a gentes que, aunque de distinta cultura y procedencia, vive en parecidas condiciones en pequeñas aldeas perdidas en los recovecos de las grandes cordilleras.
Estábamos a mitad del viaje cuando de repente sentí que un chorrito de placer recorría mi cuerpo. El tiempo por venir, el otoño, el invierno, la gente, los desiertos, las ciudades de la Ruta de la Seda... desde las aguas del río que bajaban salvajes y tumultuosas llegaban a mí las instantáneas de nuestro inmediato futuro cargadas de esa particular emoción que asalta al viajero cuando lejos ya de casa y hecho su cuerpo a los caminos uno cae en una realidad, casi en las redes de un mundo encantado en donde la sola conciencia del hecho de vivir ya te produce un inextricable placer. No siempre el hecho de viajar suscita estos suaves e inesperados placeres.
¿De qué está hecho el placer? ¿Cómo surge? ¿Qué es lo que provoca su aparición? Cómo éste, que empieza como una sensación física a la altura del plexo solar, se derrama por el cuerpo e inunda nuestro interior de bienestar. Hoy el placer lo proporcionaba el viaje y los pensamientos que éste provocaba, era obvio. Pero no siempre somos capaces de identificar su origen, aquella parte genuina de nuestros actos que lo provocan, que provocan esa cosa extraña que llamamos placer. Un placer que fluye espontáneamente, que casi lo podemos palpar, sentirlo en nuestro pecho, y que apenas tiene que ver con otros placeres porque su calidad volátil e inaprensible no está abocada como le suceden a los placeres derivados del acto sexual a un final, a un desenlace.
Hoy en apenas unas horas íbamos a pasar del mundo rural del mundo musulmán con sus rígidos cánones de conducta y el alarmante trato que en él se da a la mujer a un mundo diametralmente distinto en donde los colores, la alegría, la cosa bonita que es una mujer se exhibía, a Dios gracias, en calles y paseos.
Eso sería después de atravesar la frontera, una aventura de un mogollón de gente poco o nada acostumbrada a guardar colas. Hacía un calor del copón y cien o doscientas personas se apretaban en la frontera turca para aproximarse al control de pasaportes. De cola nada, una masa, una señora gorda que me empujaba con sus enormes tetas por la derecha, un señor de bigotillo a lo José Luis López Vázquez, muy nervioso él, que nos apremiaba con montones de razones en turco para que a nuestra vez empujarámos a los que teníamos delante. Y yo levantando las manos al sol y restregándome la frente para decirle que dejara un poco de aire entre nosotros, para indicarle que las tetas de mi vecina me hacían sudar tinta. Pero nada, ni de flores, eran una docena los que nos empujaban hacia la puerta de control de pasaportes. Y una vez allí la leche, como ya habían salido del corredor balizado con barras de hierro, ahora los aspirantes a cruzar la frontera que habían empujado anteriormente se colaban en el local por la derecha y lo que más o menos era una fila de tres en un estrecho pasillo balizado ahora se convertía en "una cola" de tropecientos, todos ellos para ser atendidos en dos ventanillas. Nosotros aprendimos hace años a guerrear en estas "colas" en China, Victoria siempre lo recuerda, codos, rodillas, culazos, todo sirve en esas circunstancias si lo que quieres es coger un autobús o comprar un billete. Hoy nos lo tomamos con humor. Tampoco vas a venir a la frontera turco georgiana a educar a la gente y enseñarle a hacer cola, comentaba Victoria, bien que sólo de palabra, porque a mi hortelana no hay cosa que más le reviente que alguien se le cuele frente a una ventanilla. Hoy si no la agarro casi da un mordisco a la señora de las tetas que era la que más empeño ponía en llegar la primera a la ventanilla de los pasaportes. Estaba claro que dicha señora no conocía bien a mi señora esposa. Ni con sus ochenta y tantos kilos pudo con ella. La señora intentaba pasar entre nosotros dos y allá iba mi chica a cortarle el paso alzando el macuto y poniéndoselo en las narices; ¿que la señora se iba por el lateral derecho hacia el área de penalti?, pues allí estaba la hortelana cortándole el paso con la pierna en alto y levantando la mano como quien enseña la tarjeta amarilla al listillo de turno.
Qué descanso, decía Victoria por la noche cuando caminábamos por el paseo marítimo de Batumi, la moderna y animada ciudad georgiana cercana a la frontera. Era completamente de noche y, a la derecha, en la playa, un montón de gente continuaba nadando y jugando con el agua. Tuve curiosidad y me acerqué a tocar el agua, estaba deliciosa. Eso a la derecha, a la izquierda un poco más allá se proyectaba La quimera del oro de Chaplin, en una pantalla gigante. Tras la pantalla tres rascacielos de formas espigadas como vegetales caprichosos buscando agarrarse a las nubes adornaban el cielo iluminados por hilachos de luz en toda su altura. Entre Chaplin y el mar una pista de bicicletas y coches de tracción con pedales corría junto al amplio paseo marítimo concurrido por centenares de georgianos. Anduvimos hasta que nos sentimos atraídos por el olor de una barbacoa. Sólo de pensar que íbamos a poder acompañar nuestra cena con una jarra de rubia cerveza, llevábamos dos o tres semanas sin catarla por culpa de Alá, ya se nos puso el corazón contento. La frugalidad del mundo musulmán no es algo que nos disguste, todo hay que decirlo, comíamos bien, diverso y acompañábamos la comida con airan (una mezcla de yogur, agua y sal que servida muy fría resulta deliciosa). Y después con un pudin de arroz o alguno de esos dulces turcos (que sólo probaba Victoria porque a mí me resultaba muy empalagoso) más el habitual té dábamos por concluida nuestra comida.
Nos sorprendió esta ciudad, la ciudad, sus gentes, su desenfado, eso de ocupar multitudinariamente el mar y la playa de noche. Hacia calor, mucho. Luego nos divertimos un rato haciendo nuestro pedido para la cena porque el traductor de Google traducía cosas disparatadas al georgiano que descubríamos en los rostros divertidos de los camareros (dos camareras y tres camareros fueron necesarios para que comprendieran lo que y queríamos cenar). Más tarde empezó a soplar una brisa que hizo deliciosos los últimos momentos de nuestro primer día en Georgia.