Akhaltsikhe, Georgia, 20 de agosto de 2015
Dos libros me esperan en este tramo del viaje después de haber acabado con La bastarda de Estambul de Elif Shafak, uno lo encontré esta tarde en la tienda de Amazon, La memoria del Ararat: Viaje en busca de las raíces de Armenia, de Xavier Moret, una buena pieza para introducirme en esa Armenia ya a una hora de coche desde nos encontramos, Alkhalsikhe; el otro es un viejo libro que hizo las delicias de un lejano tiempo de lectura y que hoy promete de nuevo con su relectura en la cercanía de las culturas de Medio Oriente, momentos igualmente gratos: se trata de Las mil y una noche, claro.
A veces los ajetreos del viaje no dejan espacio suficientemente tranquilo como para que uno dé rienda suelta a lo que le pasa por el majín. Desde que descendimos de las montañas del Cáucaso, un espectacular descenso por un paisaje de montañas ataviadas por glaciares que descendían de las alturas envueltos, ellos y las oscuras nubes, por largos y espesos fulares de niebla, apenas hemos parado. Los viajes en estos cacharros que llaman marshrutkas, unos microbuses con unos asientos que apenas dan para meter medio culo y en donde tienes que ir encogido como un pollo entre paquetes, macuto y mercancías varias, son una auténtica fuente de "gozos", eso que siempre recordarás del viaje y que te servirá para adornar las anécdotas de tus aventuras cuando algún nieto se interese por tus ellas, no tus hijos, que mis hijos parecen tan viajados, o lo que sea, que ya apenas les alertan la curiosidad los viajes de los progenitores. Aquí sentado en porretas enfrente del ventilador en la casa de una familia armenia, aunque en tierra georgiana todavía, se me ocurre que no estaría mal algún día tener un puñado de nietos con los que compartir al modo de Sherezade esos manojos de experiencias y anécdotas que tanto andar de un lado para otro del mundo aportan a uno. Aunque me temo que los niños de las nuevas generaciones son algo diferentes en estos asuntos, creo que puestos a elegir prefieren que les cuentes una historia de un libro amenizado de ilustraciones que seguir las constantes batallas del abuelo o la abuela; recuerdo cómo ya mi hija siendo adolescente, cuando en algún momento de inspiración yo trataba de contar alguna cosa de otro tiempo, se defendía de ello con un: "jo, papá, otra batallita". Seguramente que el tiempo, que corre, como ya se sabe, que es una barbaridad, "el tiempo es una gota en el mar", decía el otro día uno de los personajes de La bastarda de Estambul, tiene la culpa de ello; vamos tan deprisa que ya no tenemos tiempo de batallitas.
Hablaba de esa "fuente de gozos". Con o sin comillas, depende del tipo de viajero que viva estas cosas. De las cosas que no cuestan esfuerzo y de la comodidad apenas sale nada sustancioso. Ergo, y ésta es una gran verdad, una aventura sin penalidades, sustos, incomodidades, calor, frío, esfuerzo, toda esa retahíla que acompaña al viaje tarde o temprano, no es aventura ni es na. El que quiera viajar sin ningún tipo de problema y con el máximo de comodidades más vale que busque los servicios de una agencia de viajes que le prepare todo, incluido un palanquín en que ser transportado por los senderos de la montaña, eso o que se compre una colección de vídeos sobre viajes y se quede tan ricamente una larga temporada frente al televisor viendo pasar allí los tajmajales, las venecias o los himalayas. Más cómodo imposible.
Diego, nuestro amigo catalán forofo del Barca (se me ha perdido la cedilla) e impenitente charlador con quien descendimos de las montañas como Jacob por su escalera, había decidido que después de la aventura rompehuesos de la marshrutkas necesitaba una buena ración de comodidad, así que, haciendo uso del Booking se buscó un hotel mientras que nosotros quedamos en manos de esos ofrecedores de alojamiento que en Oriente siempre esperan a pie de cañón en las paradas de los autobuses para cazar algún cliente. Nos ofreció una guest house barata y allí nos fuimos. Dos días viviendo con una familia georgiana que resultó una bonita experiencia. En un pequeñísimo espacio en una callejuela cuyas fachadas opuestas casi se podían tocar con las manos poniendo los brazos en cruz, trepaba una empinada escalera de hierro que llevaba a una escueta y oscura salita que servía de cocina, cuarto de estar, espacio para el ordenador y, como sospechábamos después de estar un rato allí, como dormitorio para al menos dos personas. Allí estaban cuando llegamos, la madre, una mujer gruesa y alta de facciones y mirada decidida; la abuela, una mujer arrugadita como una pasa que sonreía deliciosamente ofreciéndonos una banqueta para que nos sentáramos primero y después un café; dos hijos mayores, hombretones con barba de una semana que ya mismo pusieron a nuestra disposición su ordenador, y por último una chica jovencita con cuerpo de niña acaso la novia de uno de los mocetones, esa clase de mujeres por las que un servidor sería capaz de perder la cabeza, algo en lo que con toda seguridad habría coincidido el amigo Diego, del que momento atrás nos acabamos de despedir.
Los cuerpos chiquititos son una locura. El amigo Diego, días atrás, uno de éstos en que charlábamos por los codos, bastó que se encontrara a estribor con el panorama del cuerpecito de una kazakhstaní para que ya no fuera capaz de dar una en el clavo, se perdía en la conversación alucinado por la irrupción en el comedor de aquella belleza asiática, con la que, por supuesto, no tardó más que unos minutos en enrollarse. Tendría que haber estado unos días con este hombre a ver si era capaz de enseñar a un tímido cómo se hacen estas cosas. Tras el "where are you from" de rigor poco le faltó para quedar esa misma noche en la discoteca próxima con la kazakhstaní de cuerpo bonito y cara de porcelana.
A la mañana siguiente, cuando me desperté y me dirigía al baño confirmé lo que Victoria y yo habíamos sospechado, allá en esa salita-cocina-despacho de no más allá de diez metros cuadrados, dormían a pierna suelta la abuela y la madre. Es decir, habían conseguido un par de viajeros, lo que suponía abandonar su habitación e irse a dormir junto a la puerta de la calle mientras los viajeros estuvieran allí. Era entrañable ver a la abuela y a la madre profundamente dormidas en aquella especie de sofá. Mientras nosotros habíamos dormido a pierna suelta en una enorme cama de matrimonio ellas durmiendo en el sofá de los invitados contribuían con su gesto a incrementar los ingresos de la familia.
Hoy, tras un larguísimo e incómodo viaje de seis horas que nos ha dejado en Akhaltsikhe junto a la frontera armenia, no hemos tardado más de dos minutos en encontrar otra familia que nos acogiera en su casa. Encantadora y servicial Jazmin, la madre; viva y activa Kristina la hija con, además, su bienvenido buen nivel de inglés; cordial el padre al que un amigo que llegara después le tomaba el pelo porque le había picado una avispa bajo el ojo y éste se le estaba poniendo como un tomate. Tomamos café con ellos y una buena ración de sandía, el mejor refresco que se conoce en esta parte del mundo. De la cena, deliciosa, apenas pudimos dar cuenta de una parte mínima de ella, tal era su abundancia. La señora Jazmín nos acompañó durante ella, era una conversación difícil entre personas que no tienen una lengua común, pero consiguió que nos sintiéramos como en nuestra casa.