El Vaticano: vergüenza ajena. Guatemala



Dolor de tripas, sí; algo así fueron nuestros primeros días en Guatemala, quizás el humor, el ánimo de un país pueda compararse al humor que uno arrastra como alma en penitencia durante tantos días de la vida. Sólo que hay países que parece que nunca vayan a despertar del mal sueño de un ánimo envilecido por la historia, los gringos o el pandemónium católico. Habíamos llegado a la capital sin tiempo para buscar hotel y, teniendo en cuenta la prevista llegada del Papa para el día siguiente, nuestros temores de no encontrar alojamiento hicieron que no nos demoráramos en su búsqueda; así pues, de cabeza al primero que encontramos. Hotel Guatemaya, un pasillo estrecho, un verja al fondo; se abre la verja, cuatro o cinco metros cuadrados, un cuchitril rodeado de cristales, sólo queda una habitación, cincuenta y cuatro quetzales, baño común.
Tomamos la llave, subimos una escalera que se cae a trozos, echamos un vistazo al baño: paredes rotas, una cortina con mugre de muchos años; en un rincón un retrete, unos pocos chorizos flotan indolentes en la superficie amarronada de su interior; dos pilas de medio metro cuadrado, una con agua sucia hasta el borde, restos de pelos, espuma, un paño oscilando en su superficie como un iceberg. Del grifo caen lentas unas pocas gotas de agua. Giro la manilla, el mecanismo emite un suspiro, un gloglogló que se va por las tuberías como con pena. En el suelo hay un enorme charco de agua. Pasamos a la habitación. Colchas rojas, un somier de tablas con un colchón de gomaespuma de tres o cuatro centímetros de grosor. Un letrero: no manchen las paredes; una de ellas es de cartón piedra. El ruido del tráfico de la calle viene matizado por una trayectoria que debe subir por el muro de la fachada, bajar, atravesar un patio cubierto de uralita, en cuyo fondo está encendida una televisión de colores, y filtrarse por fin por dos de los agujeros de los cristales rotos de la habitación.
La colcha roja servirá para tomar a la mañana siguiente un par de bellas fotografías de Berta mientras hacía desnuda sus ejercicios de gimnasia matinal. Hay poca luz; en el lienzo del visor, sobre la base roja de la colcha, se levanta el esmalte azul de la pared, las sábanas revueltas; en un lateral, cercano al eje central, el cuerpo de ella, los brazos al frente, el pecho prominente, el estómago retraído. La luz entra débil por el lateral derecho y modela suavemente los hombros, la espalda. El fotómetro marca un tiempo demasiado escaso, mantén la respiración, quieta, le digo. Creo haber visto esa tela roja sobre el crema de la sábana en algún lugar, quizás en David. Disparo y sigo con mis ejercicios de yoga, pero un momento después vuelvo a abrir los ojos, y en la cama opuesta, vuelvo a encontrar esa extraña mezcla de rojo, blanco y azul, con el cuerpo reconcentrado de ella en medio. Habitaciones de hotel barato, rastros de texturas y colores agolpados; el encuentro inesperado de la vista con las formas y los matices, momento ese en que la realidad se abre como una flor y nos regala la belleza de una composición.
Por las mañana los chorizos siguen indolentes en el mismo lugar que la noche anterior. El agua de la ducha, que ha sonado como un riachuelo cercano desde antes del amanecer, probablemente porque no había forma de cerrar la llave, deja caer una hilera de gotas ininterrumpidas cuando nos levantamos. Me siento en el lugar de todas las mañanas y el metrónomo del grifo acompaña a mi ánimo en el ir y venir de mis reflexiones. Se me encoge el estómago; pocas veces vi tanta decrepitud reunida, no pobreza, no, que eso es otra cuestión.
Bajaré enseguida para encontrar otro hotel por los alrededores y me encontraré en recepción gente amable y sonriente (el dia anterior habíamos preguntado por el agua; sí, hay varios baños, pueden ustedes bañarse todo lo que quieran) que me saluda desde el medio metro cuadrado del chiringuito acristalado de la recepción con la deferencia de quien cree haber cumplido con todos los requisitos para hacer que los clientes se sientan a gusto. Se me pasan por la cabeza los chicles pegados en el pavimento, el suelo que no ha debido de ver un fregona en una larga temporada, las centenares de señales de cigarrillos quemados en los muebles, una larga y negra telaraña que cuelga del techo encima de mi cama; y les miro y me encanta que los empleados del hotel sean tan amables y considerados.
Tengan cuidadito, nos había advertido anoche la camarera que nos había atendido tranquila y amablemente, tengan cuidado que hay mucho criminal suelto. Saqué la navaja, la tuve la mano, caminamos por el centro de la calle que ya empezaba a vaciarse de gente y subimos a la habitación después de atravesar la estrecha reja que nos cerraba el paso. Por la mañana la calle ya es de todos, el tráfico era fluido. Recorrí algunos hoteles, en la mayoría me atendían a través de la reja que separaba la calle de la recepción. Me muestran algunas habitaciones, un cubo oscuro sin un mísero tragaluz, no, no tienen ventanas, me dicen con la mayor naturalidad del mundo; en otro me cruzo con una mujer desnuda que lleva arrollada una toalla blanca en el cuerpo, me enseñan una habitación, sí, si tiene ventanas, me había dicho, las ventanas dan a un estrecho pasillo; enfrente cuatro servicios con las puertas abiertas de donde se escapan los olores propios de las deyecciones matinales de los clientes; casi no me da tiempo a mirar, retengo la sensación desagradable que me sube por el estómago, me cruzo con gente que se acaba de levantar, doy los buenos días amablemente, huyo, me marcho lo más deprisa que puedo con una sonrisa de cortesía anclada en mi cara. Hay hoteles mejores, algunos doblan el precio que hemos pagado la noche anterior, me hago enseñar una habitación, no mejoran en mucho a las otras, un jeroglífico de escaleras, en todos los rincones objetos abandonados, puertas de waters abiertas de par en par, la sospecha de que en alguna de las revueltas me voy a encontrar con algo inmundo e indefinible.
El ruido que producían los automóviles era estruendoso. Por fin logro que me enseñen algo habitable, quiero luz, le digo al encargado, mucha luz, el señor me indica una habitación: ¡vaya, puede pasar!, y, con un tono que no oculta un fondo un tanto socarrón, me dice, ve, desde aquí puede usted ver toda la calle, toda la gente que pasa. ¿No tiene otra con más luz? Me mira paciente y termina mostrándome la habitación de al lado, no se puede tener más luz, dice ahora, y va y me abre, en el achaflanado rincón de enfrente, una puerta que da a un balcón con vistas a dos calles laterales. Es una enorme sala de paredes sucias, pero me gusta; echo una rápida ojeada al baño, hay un pequeño charco en el medio, imagino enseguida que podremos limpiarlo sin problemas. ¿Agua? sí, sí y me abre el grifo para que lo compruebe. En fin, que ya teníamos hotel.
Ahora sólo quedaba descansar un poco y tomarnos la mañana tranquila a esperar la visita del Papa. Nos esperaba día de Papa, día de misa multitudinaria y, por supuesto, día grande para hacer retratos sin restricción de una muchedumbre alelada ante la voz cansina y de sonsonete del Santo Padre, que volaba desde Roma para dar el toque a sus ovejas que en los últimos años se están pasando en masa a las iglesias de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y a La Iglesia del Verbo (la de Ríos Montt que en los ochenta se cargó a miles de indígenas impunemente). Mundo de locos. Los americanos, avanzadillos ellos, temen que lo poco católico que merece la pena, los movimientos de la Teología de la Liberación, pueda estorbar su estrategia económica y social, y busca arietes que le vayan abriendo el camino, los evangelistas, ya da per tutto en Latinoamérica se convierten de esa manera en los guardadores de los intereses de la madre patria. Así que allí estaba el Papa por tercera vez, apacienta tus corderos, apacienta tus ovejas, probablemente a decirles a las masas que sigan teniendo muchos hijos, aunque sea en el cubo de la basura. Había sido totalmente inesperada esta coincidencia con el Papa, show sociológico que desde luego no nos íbamos a perder.






A la tarde, la débil luz de la habitación me impide seguir con la lectura de Chomsky; me tomo una tableta de chocolate, un vaso de leche, me enchufo los auriculares a Mussorsky, y agarro el portátil. Encontré la letra courier, le puse la negrita y enseguida me pareció que estaba con el clac, clac de la máquina de escribir golpeando sobre el rodillo de goma. Viejos tiempos aquellos de la pequeña máquina que tantos trabajos sacó adelante y que mis hijos se rifaban ahora como lujo paleolítico de la escritura.
Vi al Papa a través del zoom de trescientos, ocupaba todo el rectángulo del objetivo, estaba encorvado, con la cabeza inclinada a un lado, tenía aspecto de sumo cansancio; el papamóvil atravesó por delante de nosotros a una velocidad desconsiderada, poco cortés diría yo, para la multitud que se había apostado en las calles durante horas esperando el paso del Santo Padre. Seguía detrás del papamóvil un microbús lleno de “personalidades” eclesiásticas; varios de ellos sonreían melifluamente y hacían gestitos de saludo con las manos desde su sonrisa profidén. Los coches doblaron rápidamente por la calle de la izquierda y se perdieron en otro codo que los dejaba en la Nunciatura. Inmediatamente un triple cinturón de policías acordonó la entrada a la calle. El Papa quedaba debidamente enlatado. Durante toda la mañana, jóvenes universitarios habían engalanado todo el pavimento de las calles por donde pasaría con dibujos y pinturas en bajorrelieves fabricados con serrín de distintos colores; los regaron durante horas para que mantuvieran sus formas y no fueran arrastrados por el viento. Primorosas filigranas, trabajo minucioso probablemente preparado durante semanas para homenajear al “Mensajero de la Paz”. El coche de este mensajero pisoteó a una velocidad de visto y no visto toda aquella alfombra primorosa. Y los gilipollas de bonete rojo sonreían y meneaban la mano a la multitud que llenaba la calle, mientras el público miraba perplejo en qué habían quedado sus expectativas.
Trabajo rutinario de masas. Masa distante, carne de cañón. Ceremonia de la confusión. Burócratas de sotana roja o blanca. Si Jesús se levanta y ve esto le da un patatús. Parece como si unos pocos programas de televisión, un Papa, y el uso medianamente inteligente de los medios de comunicación fueran capaces de tragarse los pocos metros de dignidad que un pueblo puede desarrollar.
Incontenible emoción, lágrimas, cuadros para una exposición antropológica en donde se encierran muchas de las claves del comportamiento de la humanidad. Era imposible no ver la mentira, me decía, este papamóvil impoluto y limpio llevando el mensaje de la esperanza al pueblo pobre, mísero, al que vienen esquilmando y chupando la sangre desde los tiempos de Cortés; un papamóvil lindamente acompañado por Ríos Mont como representante del dinero, de la masacre indiscriminada de los años ochenta (hoy presidente del Congreso y aspirante a la Presidencia en las nuevas elecciones). Esperpéntico. Banderitas, emblemas, aplausos, ojos húmedos.
Por la tarde, mientras me cortaba el pelo, miraba en la televisión los preparativos en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, en Méjico, lugar a donde se desplazaría aquella tarde el Papa viajero, santuario donde los devotos siguen arrastrándose décadas tras décadas de rodillas por el empedrado hasta los mismísimos pies de la virgen, junto al altar mayor. Se mencionaban muchos millones de pesos, en esa ocasión la curia romana andaba en déficit, no habían podido encontrar promotores suficientes que sufragaran los gastos; se hablaba de negocios, el gran negocio de la bisutería y las estampitas que sigue al Papa en todas sus correrías. Era imprescindible recordar a todos los grandes promotores del culto a la personalidad del siglo XX y, con ello, claro está, el papel de los medios en la fiesta de la confusión.
Realizamos buenos retratos en aquella ocasión, eran los retratos de siempre, hombres, mujeres, niños que veían pasar la vida como si ésta fuera un juego de magia y el espectáculo a donde iban les mostrara la suerte que corrían los conejitos y las palomas dentro del ancho gorro del prestidigitador de ocasión. Se trata de un pueblo ingenuamente crédulo, allí todavía un señor gordo puesto en mitad de la plaza era capaz de mantener en vilo a un gran círculo de adultos con el juego de ese conejo-servilleta que brinca solo al impulso del dedo índice de su cuidador, ese truco de toda la vida que hacía el vecino de mi suegra a mis hijos cada vez que caíamos por allí de visita.
Los señores del Norte y los señores de Roma van a seguir teniendo a este pueblo bajo su bota de hierro durante mucho tiempo todavía. El Papa les habla de que los ángeles hacen pipí desde el cielo, mientras desde Gringolandia un feroz vigilante mira continuamente bajo la cama de Guatemala para que no se le filtre ningún socialista que pueda poner en peligro el dinero del tío Sam.
El espectáculo de entonces, la fastuosidad vaticana, la del Estado de gala en el aeropuerto, era indigno e irrespetuoso en un país donde el sesenta y cinco por ciento de la población vive por debajo del índice de pobreza, o donde el noventa y cinco por ciento de las mujeres indígenas son analfabetas. Un treinta y cinco por ciento de analfabetos en todo el país era un terreno abonado para una exhibición como la de aquel día.