Sobrevolando Groenlandia





Volábamos sobre un mar de nubes planas. En esta ocasión mi compañero de viaje era Paradiso, el complicado y denso texto de Lezama Lima. Sofisticado arte el de crear un texto apretado, difícil, hecho con la paciencia y la meticulosidad de un artesano preciosista. No podía concentrarse suficientemente, su lectura era como mirar los cuadros del Prado en una visita precipitada de un par de horas. Sólo detenerse ante unos pocos lienzos; hoy eran unos, mañana podrían ser otros; o quizás no habría mañana y la lectura se quedaría en ese paseo superficial que se hace animando, fomentando la pereza, con el engaño de que algún día se volvería con más voluntad sobre lo leído. En realidad era la misma actitud que acompaña el paso por la vida, en donde hay de todo, y donde junto a los momentos en que el organismo se emplea a fondo, goza de salud espléndida, sorbe la exquisitez de la autopresencia, es fácil también encontrar la despreocupación, la guardia baja, no se está a la altura del esfuerzo necesario, se acerca uno a un reino inferior, más gris, más anodino. Entre unos y otros se pasan los años. Tengo que reconocer que a muchas de mis lecturas les faltaba ese clima de atención.
La solitaria muerte del Coronel en el hospital ocupaba las últimas páginas leídas. Retuve la situación, el hecho de vivir con plena consciencia ese momento sin la posibilidad de poder recurrir a la compañía de una mano amiga, una esposa, los hijos. Desvié la vista a la ventanilla, una superficie blanca y uniforme de nubes ocultaba la visión del océano. Cambiamos tantas veces durante la vida nuestra visión de la muerte... cada vez más cotidiana, más como una sencilla despedida al final de un largo camino. Era curioso, porque no siempre fue así, ahora el solitario que seguía teniendo dentro se había matizado, se rebelaba contra la crueldad de una muerte blanca en el silencio impoluto de un hospital, pero, además, se imaginaba la compañía cálida de los seres queridos en el momento final, como un hecho entrañable merced al cual ya la muerte dejaría de tener poder sobre él para transformarse en un tierno y agradecido acto de amor.
Tomábamos el café apaciblemente en la penumbra del avión cuando se produjo un movimiento de los pasajeros en el ala izquierda. No se entendía bien qué sucedía, la gente abría los maleteros y bajaba los bolsos precipitadamente, las cortinillas deslizantes de las ventanas ovaladas inundaron de luz el compartimiento; de todos los bolsos salían cámaras fotográficas. También nosotros nos precipitamos hacia la ventanilla -el café, la bandeja con los restos de la comida, todo al carajo-: debajo aparecía el increíble paisaje de los glaciares y las montañas de Groenlandia. Increíblemente hermoso, increíblemente salvaje, cientos de kilómetros de glaciares, fiordos, icebergs, las montañas como de película flotando sobre el hielo. El espectáculo duró apenas diez minutos. El recuerdo más próximo a aquello fue un vuelo de años atrás entre Teherán y la pequeña isla de Bahrein, en el golfo Pérsico. Volando sobre el desierto en aquella ocasión, sentí algo parecido a esto que le producía hoy la visión de los glaciares y las agrestes montañas, sensación de pequeñez; también sensación de estar aprovechando sólo una pequeña parte de mis  posibilidades como persona; como si las emociones las tuviéramos enlatadas dentro de unos pocos parámetros de seguridad y esfuerzo, un terreno más allá del cual sólo una élite de hombres y mujeres tienen el coraje de adentrarse. Atravesamos desiertos, reflexionaba, vamos de un lado a otro del mundo, como grandes gigantes apoyando nuestros pies en los pivotes que sobresalen allende los desiertos, junto a los mares, en la confluencia de los ríos ¾los grandes aeropuertos, las grandes ciudades¾. Nuestros pies apenas se humedecen en el agua salada, ni se seca nuestra piel con el aire de las dunas; no atravesamos el mundo, sólo echamos un vistazo aquí o allá, siempre protegidos por una seguridad a la que poco le falta para caer en el ridículo. Andamos tras la seguridad como un bien absoluto incuestionable. La apariencia desde el aire de ese desierto, en esta ocasión de hielo, sólo servía como fondo de una mirada distraída mientras ingeríamos las pequeñas menudencias de la comida que se sirve a bordo. El desierto parecía el mismo que puede producir placeres y sufrimientos incomparables, pero no, no era el mismo el que se ve desde el aire; el que está en el corazón y la vida del que lo atraviesa tiene otras dimensiones; ahí, desde el aire, su realidad era virtual, no era reto ni refugio de anhelos y vivencias, se trataba simplemente de una sombra bajo la masa de duraluminio que los sobrevolaba.
El desierto fue entonces, en el espacio aéreo de Irán, la llamada de una soledad inenarrable. Leía en aquel viaje un libro sobre las experiencias religiosas de Muhamad Asad, The road to Makkah, un hombre que abandonó su cómoda vida vienesa para hacerse devoto islámico. Sus relatos eran un peregrinaje hacia la espléndida cultura del desierto. Para mí se trataba de sueños que ya eran pura nostalgia porque pasaron los años y en el transcurso del tiempo muchos nobles deseos por fuerza tienen que adormecerse arropados por el aire tibio de una existencia protegida de las inclemencias del tiempo. ¿Cómo no vamos a estar mediatizados por décadas de historia pegadas a la templada laxitud de nuestros hábitos cómodos? Quien no ha vivido la aventura de la alta montaña o no se ha asomado a los desiertos, al menos emocionalmente, es imposible que entienda una parte sustancial de la realidad global.
Un mar de hielo se abría ahora allá abajo, largas grietas recorrían la superficie helada. Era un paisaje inerrablemente bello y salvaje.