
Sí, llovía. La ronca sirena de un barco se expandía por el aire. Las montañas, los glaciares, la lluvia, la orilla rocosa del fiordo repetían el lastimero bramido nocturno. La ruta se dirigía ahora hacia el sur, mil o mil quinientos kilómetro por una tierra apenas poblada; las carreteras prometían ser lentas y polvorientas.
Después de la comida el paisaje se hizo abrupto. La carretera, estrecha y de trazado antiguo, a veces un tobogán que dejaba en vilo el estómago en unos cambios de rasantes a los que se subía en una exhalación para descender como en una feria de juguete, circulaba entre valles y montañas de granito. La tarde era pesada y uniforme, la lluvia golpeaba intermitentemente en los cristales del parabrisas. Las canciones de Aute hablaban de amor: Ay, amor mío, que terriblemente absurdo es estar vivo...
Ay, amor mío... Y mientras transcurrían las largas horas de conducción me iba pensando con el volante entre las manos en estos amores y en esa ternura que se desgrana en las canciones de Silvio Rodríguez y Aute. Y era imposible no pensar en esa palabra: amor, y en esas otras: te quiero, y en todas aquellas que de una manera u otra nombraban el deseo de compartir la vida. Recordaba los últimos capítulos de Lord Jim, de Conrad, que leía desde hacía días. Jim asume la responsabilidad del capitán fugado y la del resto de los mandos. Ese ridículo juicio que trata de echar sobre sus espaldas el peso de un naufragio en donde parece que perdieron la vida ochocientas personas, no tiene nada que ver con él, pero no debe fugarse como los otros, el recuerdo de su padre, la entereza de aquel anciano, no lo hacen posible... no puede traicionarle con un acto así. Conrad crea un personaje coherente consigo mismo, fiel a una conciencia personal que no necesita de ningún beneplácito social y que se sostiene con la sola confianza del padre ausente. Está por ver todavía cómo se justifica la decisión de Jim de no despertar a los durmientes que en pocos instantes serán cadáveres flotando en la lisa y fría superficie del Mar Arábigo.


La discreta velocidad permitía sentar apaciblemente las posaderas en cualquier cosa y darles la vuelta de aquí para allá sin peligro de que en una curva el coche se fuera por la cuneta abajo. En algún momento de la mañana sobrepasamos a un ciclista, uno de esos a los que tanto admiro; nada de disfraces, ropa de calle, buenas alforja y cara de ponerse el mundo por montera. Cada vez que pasamos a un hombre o una mujer de esta laya le echaba un vistazo de connivencia a Victoria y que era como darle con el codo y decirle ¡eh! ¿has visto? ¡jo, qué envidia! Y es que no lo podía remediar, cada uno es como es, se me ponían los dientes largos. Más de mil kilómetros para llegar a un lugar decente y en bici: tierra, barro, tres o cuatro casas por el camino; me hubiera encantado dejar el dodge allí en la cuenta entre el barrizal y tomar una bicicleta para seguir adelante.
Y seguía lloviendo y el ciclista hacía un rato que había quedado atrás, pero mi voluntad me empujaba a proyectos más empeñativos que este de cruzar este inmenso país en automóvil. No pude evitar hacerle una propuesta a mi compañera de viaje: ¡Oye!, le dije de repente, ¿y si puestos a quitarnos las prisas de terminar la vuelta al mundo nos atravesamos África desde Egipto, Sudán hasta Ciudad del Cabo la próxima primavera? Nos quitamos la idea ésta de pasear por todo el planeta grosso modo en dos o tres viajes y después nos vamos a hacer bicicleta o a caminar alrededor del mundo. Ya no tendremos ninguna prisa entonces, viviremos ese presente continuo de que tanto hablamos en ocasiones, un presente presente hecho de sol, lluvia y aire.
Y Victoria, mi inseparable compañera de viaje, se reía al lado con una risa de complicidad. Y así estaba cuando hizo una pausa y volvió a reír, esta vez con más fuerza, mirando expresivamente a la jeta de su compañero y señalándome con un dedo. El chiste venía porque después del baño de la mañana en el río, yo había decidido afeitarme la barba del mes con la única cuchilla de afeitar que había encontrado, y pese a los esfuerzos que hice no pude llegar a afeitar con ella más allá de un tercio de la ella. Ahora, los otros dos tercios restantes del rostro, un pegote de pelos aquí y allá por el cuello y la cara, un trozo de bigote, tres dedos casi desollados bajo la barbilla en un infructuoso esfuerzo por rasurar aquello con una cuchilla sin filo, componían un aspecto cómico y ridículo. No sólo eso, también nos reíamos porque pasado el primer momento de corte, yo mismo se había olvidado del aspecto que tenía y había bajado del coche sin más para charlar tranquilamente con el empleado de la gasolinera sin reparar en mi cara.
La mañana temprana en el auto fue Montserrat Figueres; el mediodía y parte de la tarde fue el barro y la lluvia; el último tramo del recorrido se convirtió en un hermoso viaje con prados llenos de flores y bosques sobre los que se alzaban nuevamente otras montañas nevadas. Campos extensos llenos de arvejillas, un azul delicado cubriendo el prado entre el bosque y la carretera.
El coche se fue comiendo mientras tantos un buen montón de kilómetros, y a estas alturas debían de faltar ya menos de seiscientos para abordar el ferry que nos llevaría desde Prince Rupert hasta la isla de Vancouver.
Hicimos tarde y noche sobre un jardín de tocones, sí, de tocones; el bosque se quemó probablemente hace unas décadas, alguien debió talar los árboles y ahora lo que restaba era un maravilloso mundo de maderas muertas, bellos tocones habitados por líquenes y musgos, y un fascinante prado lleno de flores en donde empezaban a despuntar los retoños de los nuevos abetos. Al fondo se alzaba la cordillera de la costa que nos acompañaría ya hasta el Pacífico.
Hicimos tarde y noche sobre un jardín de tocones, sí, de tocones; el bosque se quemó probablemente hace unas décadas, alguien debió talar los árboles y ahora lo que restaba era un maravilloso mundo de maderas muertas, bellos tocones habitados por líquenes y musgos, y un fascinante prado lleno de flores en donde empezaban a despuntar los retoños de los nuevos abetos. Al fondo se alzaba la cordillera de la costa que nos acompañaría ya hasta el Pacífico.