Kalambaka-Corfú, 21 de septiembre
Esta noche llovió; las montañas amanecieron cubiertas de nubes; bajó la temperatura. Me pregunto hasta cuándo puede estar uno vagando por el mundo; cuál es la medida del tiempo, la señal para el regreso a Ítaca. Decía un viajero con el que nos encontramos hace tiempo, un japonés que llevaba viajando mucho tiempo, que el día que amanezca lunes ésa será la señal para regresar a casa. Yo no sé si hoy es ya lunes ,pero lo cierto es que me levanté con una gran añoranza de casa y de los míos.

Cuando el tiempo se cierra y las nubes empiezan a vagar alrededor insistentemente, las cosas se ven distintas. Ya me sucedió el pasado año cuando en otoño salí a recolectar material para un libro; en Pirineos resistí varios días de aguacero refugiado en el coche, que previamente había acondicionado para el caso, pero pese al esplendor de los bosques y a sus colores de cuento no pude resistir la tentación de regresar a casa. Parece como si estuviéramos hechos de la necesidad de los cambios de ritmo; llegar a alcanzar cierto grado de saturación en lo que hacemos para al poco tiempo sentir de nuevo la necesidad de la llamada de la selva. Vivir entre la tensión y la distensión; quizás sea una de las características que rigen los ritmos de la vida.


Hoy el viaje se llenó de melancolía; le ando siguiendo la pista a unos versos de Machado, pero no me llegan, continenen esas tres palabras: tristeza que es... (acaso amor), pero no consigo recordar lo que sigue. Todos aquellos versos en torno a las tierras de Alvargonzález que volví a leer el pasado año mientras la lluvia golpeaba contra la chapa del coche, allá por las laderas de Cidones camino de la laguna Negra.
Mi viaje me trae de continuo un contacto profundo con las cosas, lluvia, niebla, campo, ese humo que sale ya por las chimeneas de los pueblos que atravesamos, esta tristeza que hoy exhala el paisaje, difuso y ventoso, de gris sucio, como visto a través de unos viejos visillos raídos. La pátina del tiempo caída sobre las montañas tristes, como adormiladas entre las sábanas esperando a que en algún momento del día venga el sol a calentarles los huesos.

El ánimo melancólico es un buen compañero de viaje a veces; cuando llueve el agua tañe de una manera entrañable; la niebla es parte de lo que aspiran mis pulmones; el runrún del autobús es el lejano metrónomo sobre cuyo pentagrama se mueven suavemente las notas que salen de las cuerdas de la mañana como si fueran notas de una obra de Satie. Las montañas que atravieso decoran la mañana y hacen que me acuerde de otros lejanos viajes en autobús por los Andes, una mañana entre Ayacucho y Andahuailas que el autobús empezó a trepar por las laderas hasta encontrar un camino entre las nubes, aquel día que el gran titular del periódico que leía mi vecino de al lado, decía crípticamente: “trasero aloca ministro”; un affaire que le había costado el cargo al señor ministro después de haber sido seducido por un bonito culo. El autobús se movía como una avioneta entre las nubes en torno a los cuatro mil metros. De vez en cuando aparecían los glaciares entre el hilachoso algodón de las laderas. Así hoy en esta tierra de Kavafis y Angelopoulos (la pasión sin freno de Kavafis y el inquietante buen cine de Angelopoulos eran cosas que me esperaban también cuando llegara a casa). Tierras que sonaban esta mañana a lejanas asignaturas olvidadas, las guerras del Peloponeso, Ciro el Grande, Alejandro, aquella famosa carrera con que culminó la batalla de Marathon; y ahí un poco más al norte Kosovo y la reciente guerra de los Balcanes. Las guerras; los hitos de la historia, junto al arte y el pensamiento; las raíces de nuestra cultura se alimenta de esta tierra hoy tan gris, tan triste.
Así hasta que la niebla lo cubrió todo, metida la mañana entera dentro de una nube, mientras la música que sonaba me recordaba algunas escenas del baile de Anthony Quinn, en Zorba el Griego.
No, espero que todavía no sea lunes. Hoy en vez dirigirme a los montes Pindos, en Ioannina giraré al oeste hasta Igoumenitsa y desde ahí saltaré a Corfú en el primer ferry que pille. Una decisión repentina que todavía quiere agarrarse al último sol de verano. 
