Milán, un punto de inflexión.




Milán, 12 de agosto de 2019. 


Mañana de hotel e indolencia. Nada que hacer que no sea recrear la memoria y escuchar el lejano y cotidiano ruido de la ciudad. Hasta ayer era el caminante, el vagabundo; esta mañana soy un cuerpo indolente a la espera de que llegue la hora de un vuelo que se postergará todavía veinticuatro horas. 

Me manda Pepe Moreno unas líneas desde La Pedriza, total, un trozo de nuestra casa de todos los años de la vida y que tengo abandonada desde hace tanto tiempo que enseguida me dan ganas de pasar unos días en ella. 

Desde la mañana de hotel frente el ventilador a fin de cuentas todo es entretener los días, soñar, despertar de vez en cuando, sentir que la corriente de la vida, como ese río de Jorge Manrique, va dejando allá unas montañas, acá un meandro en cuya curva se insinúa una playa, crece un cañaveral o se yergue la punta de lanza de unas espadañas. 

Y la vida sigue pasando silenciosa e imperturbable mientras nosotros, entretenidos con los bucles del viento o el ensortijado rumor de las olas inventamos, como don Quijote, entuertos que desfacer o cometidos que emprender sin otro objeto que el de distraernos de la realidad última que en forma de guadaña va segando la vida y poniéndonos a cada uno en nuestro lugar. Sí, obviamente Shakespeare, pobres cómicos que se pavonean y agitan una hora sobre la escena.

Desnudo sobre la cama, la ventana abierta de par en par, quizás así entre un poco la brisa de la mañana, los minutos pasando sin prisas, una chica joven con una falda corta hasta el ombligo que entra sin llamar, que parece muda y que me da la espalda y se agacha para vaciar la papelera enseñándome de paso el chichi, lo que lógicamente produce una pequeña convulsión en mi adormilado volcancito. Y tirar de las palabras como si éstas fueran criaturas que traer al mundo y que se resisten allá todavía envueltas en la acogedora humedad del líquido amniótico protegidas por una rosada y ensortijada vulva. 

Tras una noche de mosquitos que apenas me dejaron dormir, una bienhechora laxitud cruza la mañana. En las cercanías alguien ensaya reiteradamente una estrofa al piano. Quizás no sea mala idea quedarme todo el día en la cama, dejar que el mundo y las ideas rueden por mi cabeza como en una noria, vueltas y vueltas los cangilones subiendo llenos de agua del fondo del pozo para ir a verterla en los surcos de una huerta, esa que alimenta las raíces del inconsciente, los recursos de la memoria. 

Ya lo dije alguna vez, de alguien que se fue a la guerra para ver si entre el cruce de las balas y fragor de los cañones se le alentaba la escritura. Algo así está mañana, que no teniendo otro cometido a mano que mirar a las musarañas estaría dispuesto a buscarme por ahí una de tantas guerras que hay a ver si así mis despiertas ganas de escribir encontraban inspiración para continuar este largo periplo que comencé hace un par de meses al otro lado de los Alpes, porque habiendo quien gusta de la alta cocina o del yantar en general bien puede comprenderse que otros encuentren, a veces, un sofisticado gusto en la escritura, que autores sé que el cumplimiento de ella puede llevarles al orgasmo escritoril, que es cosa, como decía Baroja de los viajes, que no desarrollará mucho el magín pero que contribuye a pasar a través del tiempo de una atractiva manera. Bataille iba todavía más lejos, escribo para no volverme loco, decía.

Ahora, es ya  por la tarde, de nuevo en porretas y con el ventilador ante mis narices y a pocos centímetros un aparatito de esos ahuyenta mosquitos que compré en una tienda cercana, por cierto que me llamó la atención, y busqué y encontré en Internet, que en Milán los mosquitos son una plaga; me siento feliz porque la habitación que ocupo, que es para dos huéspedes, no va a tener más cliente que yo mismo, ya que la otra cama, que había sido ocupada la noche anterior por un israelita, ha amanecido con una gran meada sobre el colchón. Cualquiera diría que un hombrón como Roy con el que estuve de charla un buen rato, rostro inteligente y de hábitos sistemáticos, ayer usaba la alarma cuando trabajaba con el portátil para secuenciar su trabajo al modo del método Pomodoro, parece mentira que pudiera sufrir de incontinencia. Pobre hombre. Cuando me desperté ya se había ido. Me lo imagino no haciendo noche durante todas sus vacaciones, pasaba un mes en Italia de turismo, más que una vez y dejando tras de sí cada día un colchón totalmente empapado de orina, y la cosa me produce cierta angustia compasiva. Una vez, estando de viaje por Egipto con Victoria y mi hijo mayor, tenía entonces unos cinco años, caímos en un hotel que había sufrido una repentina  inundación. Como consecuencia no pudieron ofrecernos más que una enorme y barroca suite de estilo victoriano de espesas alfombras y cortinajes orientales. El dudoso gusto de todo aquello que más parecía diseñado por un perezoso estilista que otra cosa, a la mañana siguiente quedó bautizado, como hoy, por una de esas esporádicas meadas que Guille por entonces todavía sufría. A la chica que enseñaba el chichi esta mañana y que recogía la ropa de cama perezosamente, se le esbozó un descomunal gesto de fastidio al ver aquel charco sobre el colchón. Yo naturalmente me alegré porque ello implicaba tener una gran habitación para mí solo por un más que módico precio.

Puestos a escribir las experiencias en los hoteles de todo el mundo podría ser ello también fuente de inspiración para relatos relacionados con los viajes. Pero no da la vida para recoger tantas sabrosas anécdotas que los años de viajar por el mundo proporcionan.

Me despiertan de la siesta los truenos de una tormenta. Vaya, aquí también. También esta lluvia pertenece a alguno de los viajes por Oriente; el monzón inundando las calles, el olor del vapor remozado de humedad. Me preparo un par de tazas de té, me como unas uvas, miro por la ventana: estoy de viaje. Podía estarlo. ¿Por qué no? Ese bofetón de calor húmedo con que se tropieza tu cuerpo es como aterrizar en el Sureste Asiático. Lo malo de los viajes es que ahora hay que viajar a sitios raros y remotos donde los turistas no sean una plaga devoradora de todo lo que pisan.

El té que se queda pegado a la memoria de las papilas, té verde aromatizado con hierbabuena en el Magreb, los múltiples sabores también del chaé de la India, o el té turco servido en su vasitos acampanados, el sabor amargo del mate atravesando la bombilla hasta tu lengua, o aquel otro servido en el altiplano andino de Bolivia acompañado por hojas de coca que alivia el mal de altura. Hoy es un simple earl grey, pero, igualmente, tomado mirando la lluvia por la ventana sabe a Vietnam y Camboya. ¿Cómo era aquel dicho del té de los tuaregs que relacionaban con la vida?: dulce como la miel y amargo como la muerte. Eso libros que se leen en lengua extraña mientras atraviesas Pakistán o Irán. 

Ahora suenan las campanas de la catedral, monótonas y reiterativas como la lluvia misma.